La obra magna (Episodio 05)

Canal

El Canal de Panamá es el triunfo de la mente humana sobre la naturaleza.» – Ferdinand de Lesseps[1]

El canal de Panamá está considerado como una de las grandes obras de ingeniería mundial del siglo XX y con toda seguridad es posible decir que no fue nada fácil desde que en 1881 se dieron los primeros pasos. El clima y la corrupción estuvieron a punto de acabar con esta inmensa obra.

Una ingeniería civil requiere de conocimientos técnicos considerables, no es posible levantar un puente, un edificio, una presa o un puerto, por decir algo, sin una base profunda de materias como son el cálculo, la mecánica, la hidráulica y la física para que el diseño no acabe desmoronándose en el momento en que empieza a erigirse. Por supuesto que hay que añadir saberes sobre estructuras y materiales, en qué entorno van a estar y cómo se desarrollará su vida en base a su uso y climatología. Parece ser que ciertos saberes adicionales como el manejo de relaciones públicas, amplia base de contactos políticos y una ligera propensión a la magnificencia también ayuda.

Pegar dos tuberías para que el agua llegue a un tanque de cultivo acuícola, implica todo el anterior conocimiento y más, mucho más, vaya usted a saber. Lo de Monsieur Lesseps son naderías.

La mañana empezó cómo las anteriores en las dos última semanas, con una reunión para repasar los acontecimientos del día anterior, evaluar los avances y planificar las actuaciones del día en curso, porque pretender ir más allá implicaba tener una formación en futurología, telurismo y fuerzas sobrenaturales al alcance de muy pocas personas, y aunque una de nuestras compañeras tenía una afición muy remarcable, como era el tirar las cartas y leer el futuro, es posible que tuviese efecto sobre las personas, pero desde luego no sobre las estructuras, que carecen de alma, o al menos eso creíamos.

La reunión, prolongada algo más de lo habitual, como de habitual pasaba, se centró en un único punto del día. Los fallos sistémicos que se producían en el suministro del agua y la necesidad de acometer la reforma de la tubería que nos proporcionaba ese imprescindible elemento, agua marina. Parecía fácil, ya que implicaba un corte aquí y otro allá, y empalmar apenas dos metros de tubería de ciento diez milímetros de diámetro y esperar cinco minutos a que se hiciera la magia de la adhesión de elementos antes de arrancar de nuevo la bomba. Esta actuación no implicaba riesgo alguno ya que era independiente de las otras zonas del laboratorio y no tenían que verse afectadas más allá de los quince minutos estimados.

¿Disponemos de sierra de calar? Sí. Bien. ¿Pero está operativa? Claro. -Mirada de reproche- ¿Tenemos los botes de pegamento y las brochas en buen estado para unir los tubos? Sí. Bien. ¿Pero la cola es nueva? Claro. -Mirada de desdén- ¿Se han medido bien las distancias? Sí. Bien. ¿Dos veces? Claro. -Mirada de estupefacción- ¿Sabe todo el mundo qué es lo que tiene que hacer? Por supuesto. ¿Seguro? Sin respuesta. -Mirada asesina-. No hubo más preguntas.

En el mismo momento de proceder al acto de levantar la sesión para ponerse manos a la obra, hubo un par de comentarios menores a los que, por abreviar y que no nos dieran las tantas, prestamos poca atención.

A una hora prudente, pasadas las once, por fortuna ese día la reunión duró sólo dos horas, incluyendo la pausa del almuerzo, nos pusimos en marcha y en tropel no dirigimos a la zona de operaciones con la moral alta y la certeza de que en apenas una hora dispondríamos de abundante agua fresca.

No hubo que esperar mucho hasta ser conscientes del primer contratiempo. La medida de las tuberías a empalmar era diferente, la de suministro ciertamente tenía 110 milímetros de diámetro, pero la de recepción sólo 90 milímetros. Nada grave, bastaba con hacer un acople con reducción de 110 a 90 y enlazar. Mientras uno de nuestros compañeros se ausentó para realizar esta tarea, el resto empezamos a preparar el terreno.

Otro leve contratiempo hizo su aparición. La longitud de la tubería era considerablemente más larga de lo necesario, excluyendo el empalme reductor. Al investigar el porqué de la doble medición, con cara de estupefacción, preguntamos al responsable. Se encogió de hombros. Repreguntamos y nos entregó la cinta métrica que había utilizado como si esta fuera la culpable. Estos artilugios los carga el diablo. ¿A quién se le ocurre poner dos tipos de medidas en el mismo artilugio? La medida original en pulgadas y la del corte en centímetros. Otro compañero se encargó de ir a cortar una nueva tubería, esta vez sí, con la certeza de la única medida.

Antes de empezar a cortar tuberías, dos en principio, se apagó el bombeo y se purgaron las tuberías para evitar que el agua remanente produjera algún daño indeseado.

Al ir a encender la sierra de calar, y para sorpresa de los que quedábamos, cuatro, no funcionaba porque no estaba conectada a la corriente eléctrica, pero es que no podía conectarse ya que el cable era de dos metros y la toma de corriente más cercana estaba a algo más de diez metros. -No hay alargador-, la misma compañera que lo dijo se prestó voluntaria para ir a buscar uno que, seguro que había en el taller, aunque vete tú a saber dónde.

Sorprendentemente no había ni pasado una hora cuando ya estaba de vuelta, y lo más increíble es que tenía perfectamente funcionales ambos cabezales. Unimos el cable de la sierra con el alargador y se desplazó los diez metros necesarios para enchufarlo en la toma. ¡No había corriente eléctrica! Un corte general acababa de producirse dejando sin suministro a todo el laboratorio. La aleatoriedad de éstos era tal que preguntar a la compañía suministradora cuándo se iban a producir entraba en las capacidades de nuestra pitonisa, la echadora de cartas, pero que justo ese día no lo había mirado, dijo, que con la reunión…

Los dos desplazados, el del acople y el de la nueva tubería, se personaron de inmediato con lo que tenían en las manos, es decir nada. Estaban a la espera de la sierra para cortar, sólo teníamos una.

No nos pongamos nerviosos, arrancaremos el grupo electrógeno de emergencia, que para los minutos que necesitamos ni se va a enterar. Pues va a ser que no, ¿cómo?, que no tenemos fuel. ¿Qué? que había que haber ido esta mañana a por suministro, pero que con la reunión…

En estos momentos, qué mejor que decidir hacer una pausa y preparar unos tacos, que ya era la hora, y que igual ni comer podíamos.

Dos horas, cuarenta y ocho minutos después, a eso de las dieciséis horas del día en curso, un poco afectados de moral por los contratiempos, pero bien alimentados, sonó la alarma que indicaba que el flujo de corriente había vuelto. Con acierto, se decidió que los turnos de uso de la sierra de calar iban a ser, primero para el acople reductos, segundo para la nueva tubería con sus medidas exactas y tercero para los cortes finales previos al empalme.

Nuestro compañero, responsable del acople reductor, se marchó con la sierra de calar, a los quince minutos volvió, que se le había olvidado el alargador. Compañero uno y compañera dos, la veladora del alargador, se volvieron a ausentar para la tarea. Quedamos el resto sentados a la sombra a la espera de su vuelta. La digestión era algo pesada.

A las dieciséis treinta y cinco, sorprendidos por la premura, aparecieron con el acople. Un bonito trozo de tubería con una reducción exacta.

El compañero, responsable del corte de la tubería a empalmar, echo un ojo al acople, lo alabó y pidió la sierra para hacer su tarea. Nos levantamos al unísono y volvimos a medir en equipo añadiendo el acople para tener la certeza que todo era adecuado. Ante la habilidad mostrada por el responsable del acople, consideramos prudente y acertado que acompañara a su colega, para que entre los dos se ayudasen.

Quedamos el resto sentados a la sombra a la espera de su vuelta. La digestión ya liviana.

Diecisiete horas cuarenta y ocho minutos. Igual mejor ir a ver qué pasa. No pasaba nada, Había acabado hace una hora, apenas si necesitaron diez minutos, pero estaban esperando que los fuésemos a buscar para… ¡qué coño!

Volvimos todos.

¿Qué? Venga, vamos a ello. La sierra de calar a punto, esta vez el alargador bien colocado y sin alteración. Se acerca la sierra a la tubería y «crash» la hoja de cortar saltó por los aires. Se ve que no está acostumbrada a trabajar tanto y el exceso al que se le ha sometido en las últimas horas… Alguien dijo. Si las miradas matasen…

¿Y ahora? Pues, podemos usar el serrucho que hay en el taller. Tardaremos algo más, pero funcionar, funciona.

Diecinueve horas cincuenta minutos. Dos horas después, exhaustos y acribillados por los mosquitos acabó el proceso de corte. No es que la sierra fuera mala, seguramente en el momento de su compra funcionó correctamente para la función para la cual fue diseñada, que era la de cortar madera. El tiempo, la falta de mantenimiento y varias mellas tampoco ayudaron. Aunque nos fuimos turnando el dolor de manos y antebrazos era indicativo de varias cosas, primero nuestra poca destreza con esta herramienta, segundo la adversidad de un día inacabable y sus desgracias, y tercero que empezaba a notarse una falta de glucosa generalizada y un inicio de anemia aguda por la ingente pérdida de sangre a efectos de los chupópteros.

Hay que abreviar, que no hay quien aguante esto. Se oyó una vocecita no exenta de brío que nos hacía darnos cuenta de lo inútiles que llegábamos a ser.

Se nos apareció como santo o virgen de cueva un compañero con el bote de cola abierto y la brocha a punto para pegar las tuberías. Fue colocar el bote en un falso apoyo y plaf, cayó boca abajo, abierto de tapa y fluyente de cola, al suelo, que no era otra cosa que fina y brillante arena de estero. ¡Pero por Dios, por Dios, por Dios! Es que esto no se va a acabar nunca. La vocecita había subido varios tonos y su propietaria amenazaba con un palo de escoba de grandes dimensiones. Hubo que pararla, ya olíamos sangre.

Tres horas y pico más tarde, pasadas las 23 horas, noche oscura y sin luna, hermosa como lo son en esa zona y con un cielo colmado de estrellas que parecía que la Vía Láctea no paraba de crecer, tras retirar grano a grano la arena que se colaba en brocha, y con las manos tan encoladas que habríamos podido pegar un trozo de la galaxia, acabamos uniendo los tubos.

¿Arrancamos la bomba? Silencio, más silencio, mucho más silencio. Vamos. Quien más y quien menos cruzó los dedos, besó sus santos y vírgenes colgadas del cuello, apretó su pata de conejo y cualquier otro amuleto santero.

Clic. Run, run… la bomba arrancó y empezó a fluir el agua bendita, llegando y llenando la pila bautismal que era nuestro tanque de producción.

¿Unas chelas? Claro.

El 15 de agosto de 1914, 33 años después de su inicio, se inauguró el canal de Panamá. Nuestra obra magna solo necesitó un día.


[1] Ferdinand de Lesseps – Wikipedia, la enciclopedia libre

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