
“En el planeta Tython, un grupo de seres científicos, filósofos y guerreros, se esfuerza por vivir en paz y por mantener el equilibrio de esa desconcertante energía conocida como Fuerza. Pero va a llegar un extranjero, uno que afectará a ese equilibrio debido a su propia conexión con la Fuerza”.
Una semana después llegó mi compañero. Tras mi periodo de asentamiento ya me encontraba perfectamente aclimatado, tanto que sin mi dosis diaria de picante se me alteraba el conocimiento de tal manera que parecía tener síndrome de abstinencia. Dicen que el picante crea adicción, añado que también dependencia, y es que te transporta a un estado de necesidad asociada a las ganas de comer que debe ser la causa de la ingente epidemia de sobrepeso que asola al país. Aunque es también cierto que hay tendencia a deglutir toda clase de burritos, tacos, fajitas, quesadillas, enchiladas, pollos asados y guisos de carnitas, de pescado, de marisco con cebollita picada, cilantro y lima, que es un no parar, un no parar, un no parar…
Su llegada causó jolgorio y exaltación, tanto que casi lo reciben ondeando al viento hojas de plátano, aunque no viniera montado en borrico. Le precedía un prestigio extraordinario conseguido a fuerza de trabajar duro en otro laboratorio mexicano unos años atrás. Varias de sus publicaciones estaban entre las más leídas y citadas y, por supuesto, nadie del grupo las había leído. Pero qué importa eso cuando se tiene al mero mero. Para agradecer su presencia decidieron montar una fiesta digna de… Hugo Sánchez. ¿Por qué no lo habían hecho conmigo? Me asaltaba la duda, ya que singularmente debía tratarse de un desafortunado olvido, y aunque lo dejé caer como quien no quiera la cosa, por la respuesta obtenida a modo de “pero tú quién te crees que eres”, decidí que mejor no preguntarlo. No fuera que ahora se sintieran con la obligación de enmendar lo no hecho y esto causase un gran desasosiego y mal cuerpo.
¿Por qué no la hacemos en el laboratorio? Pregunté estúpidamente. Y digo lo de estúpidamente porque la furia con la que me señalaron la hora del día y el estero al mismo tiempo, dejaba evidencia más que suficiente que en una semana uno no tiene tiempo para aprender de los sitios y que lo mejor es dejarse llevar por los lugareños, que, de bien seguro, de los principales padecimientos y virtudes del lugar son conocedores. Me excusé diciendo que tenía hambre, que el picante era muy traicionero y que yo andaba un poco nervioso por todo lo que había pasado en el día.
Hubo quien se santiguó, otra se signó y hasta quien llegó a la persignación dando a entender que empezaba a pensar que estaba próximo a ser un caso perdido, si no es que ya lo era. No creo que fueran especialmente religiosos, es que estos mecanismos de autocontrol afloran cuando a uno le dan ganas de repartir manotazos, pero se inhiben por respeto. Es lo que tiene la gente culta y educada.
El hecho de comprobar que había cierto respeto hacia mi persona me hizo darme cuenta que el aprecio con que, fugazmente, me obsequiaban iba en aumento, y me sentí halagado. Duró poco, ya que en apenas unos segundos que tardé de despertar de mi estado de ensoñación, me vi solo, más solo que la una. Todo el equipo iba en comparsa tras su maestro, hojas de plátano al viento siguiendo su figura.
Alzó su mano. Se pararon de sopetón y se callaron. Dando un giro completo, tuvo que volver a dar medio giro adicional, ya que volvió al lugar de donde partía y al parecer quería dirigirse a mí, inquirió ¿es que no habéis hecho nada?
Hombre, nada, lo que se dice nada… exactamente, nada de nada. Pero es que las circunstancias son las que mandan y en este caso, se da, precisamente, la circunstancia de que no hemos hecho nada, pero no porque no hayamos querido, sino porque ha sido, digamos… circunstancial.
Ante tan magnífica explicación no hubo reproches, era evidente que sabía de qué hablaba. Sus experiencias pasadas y su conexión espiritual con el equipo y el entorno daban a entender que esas cosas pasan. Y que cuando pasan hay que saber cómo afrontarlas. Pero que no era este el momento, que las chelas ya deberían estar frías y que a los camarones a la diabla no se les hacer esperar. Y aunque estábamos a una distancia considerable el lugar de destino, hasta se percibía cierto aroma de carnitas sabrosas.
Quedé impresionado por su bonhomía y me dije que debía aprender de esta cualidad porque, al parecer, era de una gran utilidad y apreciada sobremanera por los acólitos, no tanto por las acólitas que de otras ocasiones anteriores eran conocedoras que al final les tocaba el doble de trabajo, consecuencia de los fastos fiesteros.
Chelas por aquí, algo de tequila por allá, más por aquí y por allá, y todavía más por acullá. La noche se fue transformando en un constructo de indicaciones y despliegue de conocimientos que no se acababan nunca. Sobre todo, las chelas ¿de dónde salían tantas?
Era tanta la energía que emanaba en sus explicaciones y tan poca la claridad que nadie fue capaz de entender ni palabra. Quise intervenir haciendo de traductor y meter cucharada para equilibrar el partido, que yo ya me había partido la crisma en los días anteriores. No se tragaron ni una.
Tras varias horas de disertación alcohólica se llegó a la conclusión que el primer paso que teníamos que dar estaba relacionado con un canal y con el agua.
Una fuerza inspiradora nos hizo compañía el resto de la noche, y aunque empezó a diluirse en el momento en que los primeros rayos de luz nos mostraban que el amanecer nos estaba alcanzando, ya no nos dejó nunca. Duró hasta que el Sol, en su plenitud, nos obligó a retirarnos a dormir, que por hoy ya estaba bien. ¡La Fuerza dejó de acompañarnos!
Esas cosas pasan.
Y aunque parezca mentira, pasan, o sea, se arreglan, se olvidan, o simplemente, pasan.
Grandioso.
Yo no digo nada pero alguien de similar características a las propias de tu persona está a punto de entrar en escena. Quedas avisado.