
«Viendo, pues, que, en efeto, no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros; y trújole su locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos; y, con todo esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma».[1]
¿Qué es lo que podía salir mal si todo había quedado maravillosamente improvisado? Efectivamente, todo.
El apaño de la pinza mexicana duró lo que tardamos en decirnos un adiós desconsolado por el picar recurrente de infinidad de moscos hambrientos. Un estrépito procedente de la zona trasera del edificio principal nos alertó de que un suceso trágico acabada de ocurrir. Apenas abierta la puerta del carro, la cerramos con ferocidad. ¡Eh, que el carro hay que cuidarlo! Ni caso.
Con poco aliento y espantando, como podíamos, las bandadas de insectos voraces, llegamos hasta el lugar donde habíamos dejado los tanques con los huevos incubándose. Los desagües estaban intactos, las pinzas no. Es desplome fue tan violento que hizo desprenderse el tubo que soportaba la red interior que protegía a los ovocitos del malicioso exterior y que evitaba su escape. Llegamos cuando el último reguero de agua bañaba el suelo de la nave. Los huevos se fueron escurriendo lentamente hacia el desagüe principal que los llevaba hacia la fosa de decantación previa a su vuelta al mar.
¡No hay mal que por bien no venga, ni bien que su mal no tenga!
Giramos en grupo y al unísono la cara hacia el erudito, que no era otro que el artífice de la solución. Aunque había comprensión, ésta no debía encontrarse en ninguna de las miradas que recibió. Uno frunció el ceño que casi se daña la pestaña, otra hizo temblar sus labios finos hasta el punto de que se oía la tensión, otro hizo que afloraran los músculos de sus ojos y quien más o quien menos no pudo impedir que apareciese una mirada fija y afilada, acompañada de cierta tensión corporal y un aspaviento de brazos amenazadores. No se dio por aludido, más bien al contrario, y nos deleitó otra muestra de su extraordinario conocimiento del refranero.
¡No hay daño que no tenga apaño!
Estábamos recuperándonos del golpe emocional que había supuesto la pérdida de los huevos, tan profundamente afectados que ya ni sentíamos las picadas de las hordas de zancudos, cuando una segunda sacudida nos hizo desprendernos de la poca ira que nos quedaba dentro.
«De que las desgracias llega, se trae a sus cuatitas»

El hoyo que habíamos empezado a excavar y que tuvimos que postergar por la incruenta avalancha de los insidiosos seres minúsculos, había empezado a ceder por un de sus lados con tan mala fortuna que llegó a la altura de dos de las patas del tanque que contenía el rotífero, y que ahora nadada entre los dorados granos de arena, filtrándose irremediablemente en el suelo y llegando hasta donde nuestra impotencia no alcanzaba. ¡Pero hombre, no te dijimos que pusieses esas dos tablas para evitar esto que acaba de pasar! mientras señalábamos con los cinco dedos, uno por cada indicativo de las personas allí presentes, a las dos tablas perfectamente colocadas al lado del tanque, ahora vencido y vacío.
«Al que hace más, se le agradece menos»
¡Si es que no has hecho nada! Que ya nos íbamos con la tranquilidad que da el dejar el asunto en manos de un experto con dos maestrías en obra pública. Que nos dijiste que esto estaba chingón. Que, aunque tenías un madral de tarea, ésta iba a ser la más importante. ¡Nos tienes hasta el copete!
Y así seguimos un buen rato con que si esto, que si lo otro, que ya yo sabía que iba a acabar mal, que esto no era una buena solución, que si siempre pasa lo mismo, que dejar en manos de quién ya sabemos es un suicidio, que así nos van las cosas… Hasta que con criterio se oyó otra voz en el grupo: “A lo que te truje, Chencha, vinimos a trabajar, no a estar platicando”.
Nos miramos un poco avergonzados. Desde luego no era de recibo pasar la responsabilidad de todo el equipo a una sola persona, como casi siempre pasa y que forma parte de la naturaleza humana, pero en el momento en que la disculpa colectiva iba a producirse, «mira, que… a lo mejor…» Nuestro carnal, quien no dejaba de asombrarnos con sus amplios conocimientos populares, se adelantó.
«A acocote nuevo, tlachiquero viejo»[2]
Nos entró a todos un mimisqui incontrolado seguido de una chiripiorca peligrosa por lo que suponía que quisiera ahora quitarse de encima la responsabilidad. Algunos, es decir mi persona, los menos acostumbrados a estos parajes y consecuencia del desequilibrio de días pasados y ante la propensión que determinados bichejos tenían hacia uno, se le complicó la situación con la aparición, muy poco oportuna, de una contracción en las piernas seguida de unos retortijones incontrolables, ¡correquetealcanza![3]
Parece mentira lo rápidamente que un desguazamiento te llega en esta situación. Tanto debía ser la mala cara que presentaba que hay quien preguntó, ¿Qué te pasa? que nos tienes con el Jesús en la boca. A este le ha dado un supiritaco.
Apenas llegué a escuchar la última gran verdad de nuestro compañero bien chido, porque los síntomas se me acumularon hasta que el bajón me dejó del todo cao.
«A cada quien le da Dios lo que le conviene».
[1] “Don Quijote de la Mancha”. Primera parte. Capítulo V (1 de 2).
[2] https://www.academia.org.mx/consultas/obras-de-consulta-en-linea/refranero-mexicano/item/a-acocote-nuevo-tlachiquero-viejo
[3] https://jergozo.com/diccionario-mexicano/definir/correquetealcanza
Pues ese es un Sancho Panza mexicano. Hacía años que no «noticiaba» zancudo. Convive 7 años con una señora peruanojaponesa, que así llamaba a los mosquitos…
Me pierdo pero está muy bien. Esperando quedo.
Un abrazo Manuel.