
La mirada. La actitud con la que abordamos los problemas se encuentra en la mirada.
El tiempo. La manera en la que priorizamos los problemas es una cuestión de tiempo.
El talante. La predisposición para solucionar los problemas está en el talante.
El picante. Aunque lloren los ojos, se salga el moco, chillen los oídos y no se pueda articular palabra. Sin él, no se solucionan los problemas.
“El hombre, cada hombre, se encuentra siempre en un estado de ánimo. Ahora bien: el estado de ánimo en que nos encontramos, condiciona y colorea nuestro mundo de percepciones, pensamientos y sentimientos”

Mi maleta llegó al DF en un estado lamentable, reventada y carente de algunas de las herramientas básicas que debían ser parte esencial de mi estancia en México. Me había esmerado en la composición de un equipo de primeros auxilios para casi cualquier eventualidad y ahora me encontraba huérfano. No sé qué es lo que yo esperaba encontrar en mi primera visita profesional a este país, pero estaba convencido que, sin lo que acababa de perder, mi capacidad de afrontar las dificultades a las que creía iba a enfrentarme se verían mermadas de forma sustancial.
Un equipo como el que llevaba era resultado de la experiencia acumulada tras varios años proporcionando asistencia técnica a los más diversos proyectos acuícolas, y no se improvisa en un momento. Mi desilusión iba en aumento en el momento en el que me enfrenté, cara a cara, a la oficina de reclamaciones.
No estaba en la mejor de las condiciones. Los vuelos oceánicos en turista no suelen ser una experiencia conmovedora. Si a esto le añades tres enlaces y varias horas de espera que elevaron a más de veinticuatro horas un viaje en el que, por la novedad y emoción, había conseguido vencer a Morfeo. Sueño que no apareció en ningún momento, excepto en el justo momento de presentar mi reclamación.
Con los ojos a medio abrir y un inquietante enturbiamiento mental enseñé la maleta reventada y parcialmente abierta. Aunque observé un buen talante en el responsable de atenderme, no fui capaz de entrever una mirada que auguraba una resolución temprana en el tiempo a este severo, según mi opinión, interesada claro, contratiempo. Me picaban los ojos, tenía la boca seca, me chillaban los oídos y un ligero moqueo incontrolado amenazaba mi compostura, y eso que todavía no había probado ninguna de las más de cincuenta variedades de picante de las que alardean tener a disposición de cualquier usuario en este país.
Indiqué los daños exteriores y procedí a enumerar la falta de algunos componentes de mi equipaje de orden menor como unos pantalones “leváis”, un cargador multiusos para diversos aparatos eléctricos, un anorak multifunción recién adquirido y todavía no estrenado y dos camisetas. Excluyendo lo que llevaba puesto, mi maleta estaba raquítica con un surtido de calzoncillos, un jersey, un par de pantalones cortos, un bañador y unas botas de media caña aptas para todos los terrenos. Afortunadamente los utensilios de aseo y alguna medicina de uso no específico, sin embargo, esenciales por si acaso, estaban en perfecto estado. Dos libros de acuicultura, una carpeta con documentos de relevancia y varios escritos y un par de regalos que me habían solicitado, estos últimos abiertos y desmadejados, también se encontraban entre el amasijo revuelto que indicaba que mi orden, escrupuloso y siempre bendecido por mí como algo excelso, había sido corrompido.
Lo ausente podría adquirirse al día siguiente en cualquiera de los incontables comercios, incluso de forma inmediata en esa ciudad autónoma que es el aeropuerto del DF, que hay a lo largo y ancho de la geografía mexicana. Me aseguraron, sin convención alguna, aunque con vehemencia, que recibiría un cheque por la cuantía estimada, por ellos, en breve. Tiempo al tiempo.
La caja mágica que conformaba mi equipo acuícola esencial había desaparecido. Contenía, cómo no, una extraordinaria navaja suiza multiusos que tenía más mundo que belleza, una serie de placas y cubres preparados para abordar el análisis de muestras acuosas, un microscopio-lupa de mano donado amablemente, y a cambio de nada, por un proveedor ansioso para que fuera incorporado entre mis recomendaciones, varias jeringas adaptadas para la extracción de efluvios y exudados, dos cánulas preparadas para la realización de biopsias, varias espátulas, tijeras, pinzas y dos botes con productos exquisitamente preparados, uno con una disolución aclarante y otro con un diluyente; todo este contenido fue expuesto tal cual en mi escrito con detallado orden y pulcra escritura, esforzándome en mantener una caligrafía entendible y nada agresiva. Nada fácil de conseguir en la situación en la que me encontraba. De nuevo vi en la mirada del señor responsable de atenderme que, ante esa contingencia, ni talante, ni tiempo.
Derrotado física y emocionalmente recibí la copia que acreditaba mi solicitud de reclamación firmada y sellada, y entré en México desnudo de tecnología y abatido por la pérdida de lo que serviría para garantizar la solvencia profesional de mi persona.
Los retos a los que iba a enfrentarme en las próximas semanas se me hacían inmensos y no tenía idea de cómo sería capaz de superarlo sin las ayudas auxiliares que me había configurado para esta misión imposible. Así se lo dije nada más presentarme ante la persona que, con una amplia y exuberante sonrisa, de aspecto formal y exquisitamente educado, me esperaba con mi nombre anotado en un folio y extendiéndome la mano cortésmente. Bienvenido a México.
No hay que preocuparse, ya me empecé a preocupar, me pasa siempre que me inician una frase con esa perorata. Aquí, mi gente, seguro que encuentra la forma de que dispongas de todo lo necesario. En México todo tiene mil usos. Obviamente desconfié.
Al día siguiente, rehecho de la paliza del viaje y el cambio horario, algo aturdido pero vital y con ganas, pregunté por la prontitud de la marcha hacia el lugar de destino en la que estaba esperando el equipo para iniciar el proyecto.
Antes de desplazarnos había que solucionar unos cuantos trámites administrativos en las oficinas centrales, presentarnos ante las autoridades, ofrecer pleitesía, explicar los pormenores de las actuaciones previstas y, de paso, recoger un par de llantas para un carro maltrecho, documentos y enseres para los técnicos y, cómo no, celebrar mi llegada con unas chelas y unos tacos. La dimensión del tiempo y el uso de la cantidad como medida no eran a las que yo estaba acostumbrado. Pero no me opuse, no podía mostrarme de otra forma ante tanta embriagadora amabilidad. Roto el hielo y ahíto de nuevas sensaciones me dejé llevar, y sin entrenamiento previo, me sumergí de lleno y sin protección alguna en su inmensa y extraordinaria cultura gastronómica.
Jalapeño, serrano, guajillo, chipotle, de árbol, pasilla, habanero, pico de pájaro, paloma, piquín, verde curado, verde seco, colorado, ancho y así hasta perder la cuenta. La estupefacción primaria, al caer la cuarta cerveza, se permutó en una cascada de dopaminas que me proporcionaban un inconmensurable placer y un creciente enchilamiento. Perdí la noción del gusto y del tiempo. Me estaba adaptando rápidamente. Ya ni me acordaba de las inmensas pérdidas sufridas. ¡Que fácil se relativiza todo lo auxiliar en un estado de semi embriaguez hedónica!.
No amanecí bien. Tampoco era necesario que lo dijera. Soy de una transparencia absoluta cuando las condiciones físicas no me acompañan. Teníamos unos quinientos kilómetros por delante, así que no había nada que no pudiera solucionar un reconfortante viaje por la indómita geografía de la costa pacífica. Tampoco empezamos bien el viaje. No se había presentado el secretario con la documentación y los esenciales pesos para un viaje “oficial” de esa envergadura. Decidimos que lo mejor era esperar desayunando nuevamente. ¡Que quién sabe luego!
Apenas cuatro horas más tarde apareció nuestro ansiado compañero, que en ese momento todavía no era mi cuate. Había tardado, un poco, porque al llegar a su puesto de trabajo, con cierto descalabro horario mediante por no sé qué asuntos, le comunicaron que debía acompañarnos, velar por nuestra seguridad y el buen uso de los recursos. Como no tenía nada en la oficina tuvo que ir a casa a prepararse una liviana maleta, inexistente a mis ojos, para afrontar adecuadamente las próximas cuatro semanas, que se suponían duras e intensas.
Y así iniciamos un camino de quince horas atravesando todo lo que puede atravesarse, parando en cuantos sitios es posible y ayudando, desinteresadamente, a algunos funcionarios de los cuerpos de seguridad del estado que, al parecer, en cuanto llega la hora del almuerzo, que es a todas horas, requieren de esa aportación económica para satisfacer sus necesidades. Una mitad debido a lo magro de su salario y otra mitad consecuencia de cierta tradición popular, muy arraigada y bien vista, que en esos momentos me era desconocida, y a la que cariñosamente denominaban “mordida”. En un par de ocasiones se entabló cierta amistad y accedimos a compartir un leve refrigerio con unos agradecidos funcionarios, entendedores como eran de que nuestra misión se vería beneficiada si no era necesario recurrir a ciertas legalidades. Es lo que tiene el arraigo de ciertas tradiciones, que si son bien intencionadas mejoran al ser humano.
Hubo que hacer noche a mitad del camino. Lo agradecí enormemente y le dije a mi cuate, que ya lo era, que no me apetecía cenar nada y que deseaba ir a descansar. ¿Ni una chela fresquita? Perdí la cuenta. No ayudó una botella qué, no sé de dónde, alguien sacó. Su contenido, tequila, con el tiempo llegué a comprender la excelencia y magnitud de este brebaje.
No amanecí bien. Tampoco era necesario que lo dijera. Pero no tan mal como el día precedente. Es lo que tiene el cuerpo cuando se somete a un entrenamiento tan agresivo, sucumbe o se adapta. Llegamos a nuestro destino y me encontré ante un sito desolador en mitad de un paraíso. Nos esperaba el equipo al completo, y aunque debíamos haber llegado el día anterior, apenas si mostró asombro, más bien lo contrario. Debería haber sido consciente de que algo extraño tenía que haber en esa naturalidad. Nos presentamos con el exceso de amable cordialidad que se me estaba empezando a contagiar. Ayuda a integrase el ser como son, sin cuestionarse las cosas, por algo será. Poco había que hacer ese día, ya era tarde. No diré la hora. Así que, qué mejor que… ¿unas chelas?.
Al día todavía le quedaba cierta largura, de manera que lo aproveché para dar una vuelta por los alrededores y ver si conseguía hacerse con algunos utensilios que mejoraran mis habilidades. Es curioso lo diferente que son las culturas, por mucha historia que se comparta para lo bueno o para lo malo. Excepto por la extraordinaria variedad de modelos de navajas suizas, de las que acabé adquiriendo una que mejoraba con mucho las prestaciones de la querida, añeja y ahora poco añorada que había sido amablemente extraviada, no conseguí hacerme con nada que pudiera suplantar mi caja de herramientas acuícolas. En general, aquello que pudiera ser similar era desproporcionado en cuanto a tamaño y de difícil ajuste a un uso tan delicado como el que yo quería proporcionarle.
En el devenir de mi vagabundeo encontré, no sin dificultad, por el hábil camuflaje que a mis ojos parecía, cosa no cierta ya que es de singular habitual, un centro veterinario de dimensiones considerables y muy bien pertrechado. Pregunté a la veterinaria que lo regentaba si por casualidad disponía de material quirúrgico de cierta finura que pudiera venderme. Me dijo que no disponía para la venta, aunque podría facilitarme algún material que ya no utilizaba. Asombrado ante su amabilidad y envalentonado le pregunté por cánulas, jeringuillas y agujas hipodérmicas. Su cara se transmutó, creo que al no entender claramente para qué querría un extranjero, el acento me delataba, semejante arsenal. Por supuesto que le expliqué mi misión y uso futuro, y de cómo de ahí saldría un implícito conocimiento para la mejora de las prácticas acuícolas de su país. Interesada y curiosa me dijo que bueno, pero que eso tenía que verlo. Quedó invitada para el día en el que empezáramos los muestreos del estado de madurez de los reproductores. Añadió que disponía de un microscopio al que daba poco uso y de un pequeño laboratorio, muy bien equipado, que podríamos utilizar cuando quisiéramos.
Es curiosa la concordancia de inquietudes y sana curiosidad que existe entre lo que podríamos denominar colegas de ámbito profesional. Despierta una inmediata simpatía saber que no estás sola y que existen chalados, tanto autóctonos como foráneos, que son capaces de despertar las ganas de continuar aprendiendo cosas que trascienden a tu día a día. Lo celebramos echando una chela bien helodia.
Salí contento y con una dotación de instrumentos que mejoraban considerablemente los que yo consideraba de una genuina compostura. Empezaba a darme cuenta de que no estaba todo tan perdido y que mi forzado extravío empezaba a ser una forma oportuna de actualizar mi material. Todavía no era plenamente consciente de las sorpresas que este país proporciona.
Lo único que no conseguí fueron unas pinzas con la tensión adecuada y forma como a mí me gusta, que son las empleadas para las suturas, y que son ideales para hurgar entre el gonoporo sin dañar a los animales o para extraer parásitos, amén de otras muchas funcionalidades que no vienen al caso.
El no disponer de unas pinzas adecuadas me hacía dudar del éxito de mi cometido, pero con el arrojo y valentía que siempre me ha caracterizado, al menos en mi juventud, por entonces plena, me lancé de cabeza a la realización del trabajo encomendado, y a la puesta en marcha del plan minuciosamente preparado.
Una semana después de mi llegada, completada la aclimatación gastro-intestinal y acostumbrado a los rigores climáticos, empezamos con lo que se suponía era nuestro reto, que no era otro que reflotar un derruido centro de producción camaronero y transformarlo en un moderno criadero de peces marinos, formar al equipo técnico que debía encargarse de su funcionamiento y transferir técnicas de control de la reproducción y cultivo larvario de peces marinos.

Llegado el día iniciamos el proceso con una reunión plenaria para conocer detalladamente a las personas que componían el equipo, un grupo selecto de técnicos en los que se había depositado la enorme responsabilidad de ser los primeros en reproducir y producir alevines de peces marinos de forma industrial.
Este selecto grupo pionero, estaba compuesto por hombres y mujeres con más títulos académicos de los que yo jamás osaría, pero sin ninguna experiencia práctica y con una noción del uso del tiempo ajena a la que yo conocía. Nuestras dimensiones temporales todavía no estaban alineadas. Ese suceso de concreción dimensional tardaría en producirse, tanto como una semana más, hasta que comprendí que todo o casi todo puede arreglarse con el talante y con la actitud que se ve en la mirada.
Una vez alineada la conjunción espacio temporal hubo que solucionar otra pequeña adversidad que no ayudaba a la hora de entendernos, esta no era otra que la diversidad y variedad idiomática que contiene nuestra lengua materna. Para quien no lo sepa o no lo haya experimentado en primera persona, entenderse con la variedad de gentes que conforman México, en un principio, no es fácil. Imagino que este fenómeno debe ser bidireccional, lo digo por la cara de mis colegas en el momento en que empecé a explicarles qué era lo que esperaba de ellos y cómo íbamos a acometer los retos que teníamos por delante. Por lo que procuré explicar por segunda vez y siendo, esta vez, más claro y explícito en mis palabras y estructuras gramaticales acompañando éstas con gráficas y dibujos explícitos. No de gran calidad, es cierto, pero de enorme valía comunicativa.
La respuesta, asociada a una interesante muestra de estructuras faciales de elevada diversidad geográfica, me hacía entrever una cierta burla contenida. No soy de alterarme fácilmente y suelo aceptar, de muy buen grado, las diferencias que pudieran derivarse de la forma de entender las cosas. Entiéndase en cómo abordarlas, no literalmente en cómo se entienden.
Preguntando al por qué de esa respuesta, casi rayana en lo faltoso, me di de bruces con una explicación que causó un efecto similar en mí. En parte por lo elaborado y artificioso del lenguaje utilizado y en parte por lo absurdo. Viendo que mi actitud causa un efecto similar en mis contrarios, llegamos a la conclusión de que, si seguíamos por esa vía, acabaríamos en un punto de desencuentro del que no sería fácil retornar.
No hay nada que no arreglen unas risas y como no nos quedaba más remedio que entendernos, dimos en aceptar que una estentórea risotada era un indicativo de que no nos habíamos enterado de nada y que, en consecuencia, se requería de un pacto para acercar, en la medida de lo posible, palabras y argumentarios que ayudarán a la comprensión. Han pasado varios años y puedo decir que seguimos riéndonos a mandíbula batiente, aunque, curiosamente, el entendimiento es total.

Un ejemplo de esta conjunción que determina la comprensión del tiempo y del espacio y la variabilidad idiomática se produjo en cuanto abordamos una de las actuaciones más urgentes. Como siempre ajenas a toda planificación y que sucedió porque sí y porque las cosas pasan cuando pasan y que tampoco hay que volverse loco, ni tener tantos miramientos.
Se había producido un desove natural en un grupo de pargos que había traído recientemente para prepararlos como inicio de un futuro crisol de reproductores. Había que aprovechar la oportunidad, pero para poder iniciar el cultivo larvario era necesario adecuar la infraestructura para el cultivo y la recogida del alimento vivo, esencial en las primeras etapas de la cría de las larvas.
Improvisando, algo que siempre da unos resultados excelentes, conseguimos adecentar varios tanques y los habilitamos para mantener con comodidad un buen número de rotíferos y así poder producir, sin contratiempos, las cantidades diarias de alimento necesario para mantener bien alimentadas las larvas de pargo, que son de naturaleza voraz. El principal problema estaba en que la altura a la que se encontraba la válvula de vaciado del tanque, era tan a ras de tierra que hacía dificultosa, por no decir imposible, la recogida sin tener que estar estirado en el suelo, barriga contra el suelo, contrayendo el abdomen para poder respirar con cierta normalidad y sin dejar de serpentear para evitar que se escapase el preciado sustento.
¡No vamos bien! Dicho y aclarado el concepto gramatical que contenía la expresión, decidimos excavar un hoyo de dos metros de lado por uno de profundidad para poder instalar una cuba recogedora y habilitada con las mallas necesarias para que no se nos derramase el rotífero y poder limpiarlo como es debido. No parecía difícil. El terreno era suelto y semiarenoso, ni siquiera había que picar. Empezamos a media tarde con brío y ganas. Un insecto diminuto apenas perceptible se posó en mi brazo sudoroso. Ni presté atención, ni hice esfuerzo para quitármelo, esa miseria no podía hacer nada contra mi piel dura.
¡Joder! Tremendo picotazo. Me cagoen…, me miraron. Es la hora dijeron. Cómo qué la hora, les pregunto, si apenas llevamos cuarenta y cinco minutos trabajando y todavía quedan un par de horas de luz. No, fue su respuesta. Es la hora de los jejenes, y de corrido vienen los moscos, que son todavía peores. Vamos hombre, les vacilé. A los cinco minutos me encontré con un enjambre de insaciables mosquitos, una horda asesina que intentaba dejarme anémico. Salí huyendo como si en ello me fuera la vida. Que me iba. No dijeron nada, no hizo falta. De inmediato comprendí que aceptar las circunstancias que determinan el natural comportamiento de la población indígena, no es sólo adecuado y correcto, sino que es de ser educado y una forma barata de conservar tu salud.
Las circunstancias impuestas determinaron que, por ese día, todo podía quedarse tal cual. El rotífero estaba a buen recaudo, las larvas todavía no habían eclosionado y por lo tanto los tanques de incubación, también improvisados, que es como mejor salen las cosas, eran el lugar ideal para mantener la puesta hasta el día siguiente.
Por si acaso, y ante el riesgo de un escape accidental, ya que la improvisación, a veces, tiene esas cosas raras que solía determinar un tal Murphy, mejor asegurar de alguna forma los desagües de los recipientes. Es en este momento en el que el concepto de la “pinza mexicana” pasó a formar parte de mi vocabulario y se produjo la epifanía de lo que acabaría sucediendo en las semanas siguientes.
¡Lo que se puede llegar a hacer con un alambre herrumbroso y una navaja!
¡Que viva México!
Está «chingón» el relato. Sigue la cosa. Espero más. Un abrazo Cristóbal.
Hay muchos frentes abiertos en la actualidad, incluido un proyecto participativo y abierto, pero ya veremos cómo progresa. Un abrazo Manuel.
Un fuerte abrazo Cristóbal y un gusto enorme ser parte de esa historia. Gran relato y gracias por traer al presente esos muy gratos recuerdos.
Qué alegría Luís. No es sólo que seáis una parte muy importante sino que sois la propia historia. Ya veré cómo continua, incluso tal vez… la podríais continuar vosotros, ¿Qué dices? Un abrazo
buen regreso!!