Crónicas de un globero

Mont Caro

El Mont Caro y yo no nos llevamos bien. Tenemos una relación de amor odio que transciende.

Yo soy un globero, pero entiéndase soy un globero profesional que no un profesional globero. Esta distinción es muy importante ya que le da sentido a toda nuestra vida. Los que nos dedicamos con pasión al globerismo de forma profesional tenemos montañas míticas, puertos imposibles que coleccionamos con el afán único de poderlos domeñar un día, pero no de cualquier forma sino al puro estilo de los profesionales del ciclismo. Vivimos de la ilusión y de los fracasos acumulados, en el fondo, muy en el fondo, triunfos que no interiorizamos hasta pasado un tiempo que va desde el día siguiente a nunca.

Con el Mont Caro a mí me pasa lo segundo. No soy capaz de interiorizar el triunfo que se deriva de mis cinco fracasos que año tras año acumulo a la hora de intentar llegar a su cima a 1.438 metros después de 23,2 kilómetros de puro ciclismo mítico, con 6,15% de desnivel medio y coeficiente de 337 hasta las antenas.

Lástima de montaña desaprovechada en las grandes vueltas ya que está a la
altura del Col du Galibier por Les Clapiers (344), del Paso del Stelvio por Bormio (338) o de la Bola del Mundo (339) por poner ejemplos que, tal vez, constituyan parte de ese misticismo que explicaba. Al menos en mi caso.

Tengo que introducir una aclaración, nunca he continuado después de poner pie a tierra, que por algo soy un globero profesional y siempre me he dicho, la próxima vez será. En el caso del Mont Caro así es.

La primera vez que me acerqué a su imponente presencia, y vaya que si la tiene, que se descubre nada más coger el cruce de Tortosa a Roquetes, fue en agosto de 2011 con mi recién estrenada Orbea ORCA 2010. Que mejor reto que probar ese pedazo de máquina ante la mayor de las exigencias cercanas a mi casa. 50 km hasta la cumbre, un paseo, ejem, que junto con la vuelta redondeaban unos extraordinarios 100. Los tres dígitos son mágicos para el argot globero, dan y quitan, porque ponen a cada uno en su sitio.

Salí de casa como un torpedo, no podía esperarse menos, tenía una ORCA y en menos de una hora estaba en Tortosa a unos increíbles 28 kilómetros por hora, una marca estratosférica para mi menda. Me zampé los primeros 10 km de la ascensión sin darme siquiera cuenta, justo hasta ese momento en el que aparecen los tres primeros 11% seguidos, con ansia y sin conocimiento. Tras pasar el tercer repecho, bueno es todo un continuo para que engañar, las piernas me dolían, me ardían los pulmones y puse todo lo que llevaba, un 34 acompañado de un mísero 25. Yo me creía Dios, que digo Dios, profesional. Bajé revoluciones y me dispuse a dejar pasar el tiempo. En el quilómetro 42 a casi 10 de la cima, allí donde el monumento de la cabra hace una mueca, reventé, pero reventé de verdad. No podía ni andar para atrás. Me dije, vale, vale, ya te conozco, verás tú la próxima… Descubrí, al girarme para bajar, unas vistas y unas curvas imposibles que me cautivaron para siempre.

Dejé pasar el 2012, no fue un año bueno y tuve un par de lesiones, antes de la siguiente intentona.  Aunque me acerqué a sus faldas para decirle, eh, que estoy aquí.

De nuevo agosto, 2013. Sí, me gusta el calor. Ese día me lo tomé con calma, hice un acercamiento modélico y suave, rodando con parsimonia y visualizando las curvas que me debían llevar a la cima. Se dio todo mal. Nada más acometer el primer quilómetro sentí que sufría, pero de una forma diferente. Creo que los 38ºC de temperatura tuvieron algo que ver y me dije, nunca más en agosto. Aborté el intento y me di la vuelta con el rabo entre las piernas. Humillado en cierta manera. Vale, vale, ya veo con quien te alías, verás tú la próxima… Desde entonces ya no me gusta tanto el calor. Pero si yo ese día andaba bien… me dije tiempo después.

La tercera acometida fue en junio del 2014. Corrigiendo el ansia de la salida y la agonía de un día achicharrante. Me hidraté abundantemente y comí como se debe, tal vez hasta demasiado, pero es que no quería ninguna debilidad. Un ligero viento en contra hizo que el acercamiento no fuese todo lo sencillo que esperaba y gasté más de lo previsto. Sin problemas, andaba sobrado. Enfilé la subida con mucha parsimonia, pasé bien los primeros 11% y enfilé con fuerza la rampa del 12% que da acceso a la fuente y la cabra. ¡Crak!, la cala izquierda partida. No me caí de milagro. Bueno iba a 7 km/h tampoco hubiese sido tan grave. Miré a la cabra apenas a 500 metros y me dije, vale, vale, ya veo que el material no estaba en condiciones, verás tú la próxima. Casi me mato al bajar al salirse continuamente la cala del pedal. El abandono no fue tan doloroso.

De nuevo agosto, sigo sin aprender del pasado, pero en un día fresco, sirvió para mi anual encuentro con el Caro. 2015 era el año, los entrenamientos previos habían sido buenos y de calidad. Me sentía preparado para el reto. El ritual de siempre, el acercamiento pausado y a baja intensidad, adecuada nutrición, bebiendo y disfrutando del paisaje. Me pasa una grupeta. Hola, ei. ¿Dónde vas? Al Caro. Vente con nosotros que también vamos. Vale. Me dejo llevar, no doy ni un relevo, no les regalo ni una pedalada. Los miro. Son globeros de élite. Desconfío, pero como el pulsómetro no miente y voy cómodo sigo con ellos. Al llegar al inicio del puerto la mitad decide no continuar, que han quedado para comer y que se les hará tarde. Una forma muy habitual de decir que no están para esos machaques. Quedan cinco. De planta imponente. Estos se han currado muchas marchas cicloturistas. Les digo, nada, nada, vosotros a vuestro ritmo que yo ya voy al mío. Veo que no tengo nada que hacer con ellos. Aflojo y los veo alejarse. Ni siquiera miran atrás.

Me acerco al punto quilométrico que hasta ahora determina mi límite fisiológico,el 42 (curiosa coincidencia maratoniana) y la cabra me saluda. La miro de tú a tú y enfilo las curvas que vienen a continuación. Tengo fuerza y voy ascendiendo poco a poco. Llego al km 45, un poco antes del ansiado descanso que da acceso a las puertas del cielo-infierno que son los últimos 4 km. Noto que algo se rompe, esta vez no es la máquina, no es el equipo, no es el material, soy yo que me he quedado clavado. Literalmente clavado en una interminable rampa del 11%. Nooo, otra vez no. Pie a tierra para recuperar. No sufro en exceso, no siento especialmente dolor ni cansancio extremo. Mis pulsaciones están controladas… simplemente me he bloqueado., no soy capaz de hacer bajar la biela con la cadena engranada en el 25. Me pasan dos. Vamos machote, me dicen. Pero yo ya sé que he vuelto a perder. Abandono con la satisfacción de haber sumado 5 km y saber que apenas me quedan otros cinco, dos de los cuales son un paseo entre las nubes. Vale, vale, ahora sí que te conozco bien, ya sé que con estas armas no voy a conquistarte. Volveré y verás tú la próxima. Bajando veo la cabra, la puta cabra, la madre que la parió. Está tallada en roca, pero creo que se está riendo de mí.

2016 lo he afrontado como se debe. Finalmente incorporé un 27 y un 30. Cambié la cadena porque me dijeron que ya no daba más de sí. Jubilé las zapatillas de más de 15 años, hay que ver el cariño que se le cogen a las cosas. Recuperé mi sillín de toda la vida, ese que hacía que me sintiera como si subiese sentado en mi sillón de casa favorito. Elevé unos milímetros la potencia y medí y medí y medí, una y otra vez, todos los ajustes. Probé varias veces la respuesta en repechos cortos pero infernales, como la subida a la Ermita de Vinaroz, esa tachuela de 2 km con 500 metros al 15% que te recibe con la pintada “Comença l’infern” y que continua con la petición de que el Kelme vaya al Tour, era 2009 y la Vuelta empezaba a disfrutar de las emboscadas a final de etapa. Ganó Greipel pero Valverde ya mostró sus pretensiones. Los días del test yo me sentía como… me sentía un hombre-Tour.

He esperado hasta finales de septiembre. Deseando que se vayan los calores infernales y alejándome de los meses malditos. He ajustado mi punta de preparación. Estoy como nunca.

He decidido salir temprano. No soy de grandes madrugones y no me sientan bien. Pero después de un desayuno con cereales y crema queso batida, más un café, que, si no, no puedo. Bebida isotónica, un plátano, dos barritas energéticas y un gel. El maillot de las grandes ocasiones y un culotte nuevo, pero ya hecho. A las 8:30 empiezo a dar pedales. Me ahorraré los preliminares, pero he de decir que hasta la llegada al inicio del puerto es como si fuera sobre los raíles del tren bala, levitando, pero sin un solo extra que pusiera en peligro el reto. El acercamiento al puerto es progresivo y controlado, voy subiendo piñones para sentirme a gusto. Miro abajo y veo que me queda mucha munición. Pero no me confío y reservo. Enfilo las primeras rampas y cae el 24, pasa medio quilómetro y pongo el 27, no pasa otro quilómetro y ya voy con el 30. Lo he gastado todo. Pero a cambio noto una fluidez placentera. No voy sobrado, pero estoy cerca de eso que llaman ir redondo. Estoy llegando a la cabra y noto que me queda mucho fuelle. Resoplo y afronto las rampas siguientes. Llegan por detrás dos jovenzuelos que parece que van de paseo, van hablando de sus cosas, los muy cabrones me pasan y ni me saludan. Yo voy a 8, ellos tal vez a 12 o 15. Los maldigo. Pero… sabrán ellos lo que yo ya llevo sufrido.

Creía que los dos kilómetros siguientes iban a ser más fáciles. No lo son. Los afronto con valentía y noto que la pierna derecha me arde. Aflojo e intento bajar de las 170 pulsaciones, por mucho que lo intento no lo consigo, pero llego al descanso y se me abre el cielo, pasado de pulsaciones, pero íntegro y refortalecido. Después de lo que he subido, un km al 3.8% es como ir cuesta abajo. Llego al cruce que marca cima a 3.8 km y es cuando de verdad las puertas del infierno se me abren. Enfilo los primeros 500 metros y como veo que mis pulsaciones están disparadas y como siento que las piernas empiezan a ponerse como la madera y como no quiero fallar, giro y decido hacer unos kilómetros extras para recuperar sensaciones. Me queda apenas un sorbo de agua. Gran fallo, pero qué son 3,8 km. En el pequeño enlace que hay entre el Caro y el más allá hago como 5 km en los que recupero las pulsaciones, relajo las piernas e intento aligerar la presión en los pulmones y las manos. De vuelta al cruce pienso en abandonar, me digo que lo que he conseguido ya en sí una proeza y que no tengo que demostrar nada a nadie, pero… pasan un grupo de 6 ciclistas que enfilan la subida acompañados de dos coches.

Dos se paran y tres tiran para arriba. Dos de ellos son una pareja (chico-chica) de jóvenes, digo yo, porque con el casco, las gafas, el traje de faralaes y la cara demudada la edad es una entelequia. Suben a mi paso y me animo. Nos ponemos los cuatro. A los 500 metros uno se para y de inmediato de un coche sale un ángel y le ofrece agua. Miro de reojo salivando y maldiciendo porque ya he exprimido la última gota que quedaba en mi bote. Llevo 1 km con ellos, no sé si han pasado 5 o 10 minutos. Vemos a dos que suben empujando su burra. Oigo a los que han llegado arriba hablar como si estuviesen ahí mismo, casi puedo tocarlos.

Afronto el segundo kilómetro y los quinientos metros siguientes transformado en un ente sin dignidad. Serpenteando y doblándome. Mi boca adquiere la pastosidad propia de cuatro polvorones en seco. El ángel que antes socorrió al necesitado se aparece en frente de mí y no me he dado cuenta ni de cuándo me ha pasado y eso que la carretera es de las que sólo cabe un coche. Me alarga una mano con un bote color rojo lleno de agua y me dice ¿agua? Siiii. Me la comería a besos. Pongo en pie a tierra. Bebo.

Miro como mi pareja de ciclistas, mis gregarios de lujo, se me van unos 10-20-30 metros. Me faltan 2,5 km para la cima y ya sé que hoy no llegaré.

Pienso en subir unos metros empujando la bici y remontar el vuelo como Ave Fénix renacida, pienso que, si lo hago, llego arriba, me hago la foto y digo que lo he hecho nadie va a enterarse. Pienso que igual no tengo otra oportunidad tan magnífica. Dejo de pensar y me doy la vuelta. Veo a los que suben empujando y les envidio por esa ansia y fuerza de voluntad de llegar arriba como sea.

Vale, vale. Ahora sí que no tienes secretos para mí, Mont Caro. Ya lo sé todo sobre ti. Volveré y verás tú la próxima.

P.D.: 2020 he vuelto victorioso. Un 34 y una Roubaix, más la increíble ayuda de un fiel escudero han hecho que el cielo esté ahora más cerca. Ya no hay límite.

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