Lo siento mucho, me he equivocado

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Un grito atronador y gutural acompañado de profusión salival se deja sentir en la quietud de la sala de reuniones: ¡Serás cabrón!

Los que todavía no habían despertado del letargo brumoso, consecuencia de las más de dos horas largas que llevaban revisando los datos del semestre, lo hicieron de golpe. Todas las miradas se dirigieron al “cabrón”, sin apenas dudar que no podía ser otra persona que él.

A todos les pareció que el epíteto, fiel y acertado, se queda corto, como si le faltase una extensión que adornase a base de adjetivos sinonímicos el efecto que realmente servía para definir su esencia personal. Porque apenas si lo cumplía. Escasamente alcanzaba para esbozar la verdadera animadversión que provocaba. Por todo y por nada. Esa era la única virtud que le reconocían.

Era ese tipo de personas que, desde el primer momento, es capaz de sacar lo peor de cualquiera con tal sólo abrir la boca para proferir un elemental y sencillo “buenos días”. Estas dos inocentes, tal vez incluso bienintencionadas, palabras en su boca era una incitación al odio más incontrolado. Una respuesta visceral, inexplicable pero legítimamente adquirida, que se transformaba en una mueca que, a modo de sonrisa transfigurada, dejaba para sus adentros: “Ojalá te pille un tren y te haga mierda y te aplaste hasta los huesos del meñique, hijo de puta”.

Aunque como consecuencia de la inhibición biológica que se producía a nivel de la corteza prefrontal del cerebro se mostraba hacia el exterior: “Días…”, eso sí arrastrando las eses y sin parar, para que no diese la opción de entenderse ese acto como la búsqueda de una forma de establecer un inicio de conversación.

Siempre se intentaba evitar el mínimo contacto físico, huyendo hasta de la estela que provocaba, salvo en ocasiones excepcionales, como esa, en la que se había reunido a todo el equipo para que diesen cuenta y explicasen el caos en el que se encontraban inmersos.

Con toda seguridad si a primera hora de la mañana hubiesen preguntado a todos los asistentes qué es lo que esperaban de la reunión, la respuesta hubiese sido unánime: “Que se carguen a ese bastardo”. Pero no se lo habían preguntado. De hecho, ni siquiera conocían el excepcional motivo de la convocatoria. Tan habitual como tan inusual en estos momentos.

El grito que marcó la inflexión de la reunión era el mejor de los presagios, hasta el momento muy oscuros, para que el deseo soterrado se viera finalmente cumplido. El grito provenía del otro lado de la mesa e hizo que la atención se fijara firmemente en la mujer que lo había proferido, que se había atrevido a evidenciar lo que todos pensaban, que era un verdadero y auténtico cabronazo.

Su figura, otrora grandiosa y prepotente, se contrajo de tal forma que lo hizo regresar a lo que en realidad era, un miserable medrador capaz de lo peor y lo más ruin. Una auténtica escoria sin piedad, un lameculos rastrero que sólo sabía ir por la espalda. Un batracio baboso y cizañero. Un monstruo farsante. Un…

No hacía ni un año que se había incorporado al equipo para ocupar el lugar el puesto vacante. Aunque designado a dedo era evidente que poseía unas credenciales tan espectaculares que era imposible dudar de sus capacidades.

Como casi siempre que se producen este tipo de cambios hay, en un primer momento, un efecto mezcla de estupefacción e incertidumbre. Parte del equipo suele mostrar aquiescencia asumiendo que será más de lo mismo. Otra parte presume de saber que iba a ser así porque ellos ya lo habían previsto. Existe otra que manifiesta un negacionismo pesimista que se fundamente en el fin de todas las cosas y, finalmente está la corriente mayoritaria, a la que se la suda.

Sin embargo, todas las partes coinciden en lo mismo ¿por qué alguien de fuera?

La humildad se la dejó en casa desde el primer día. Era el elegido y así lo hizo saber nada más aterrizar. Justo en ese mismo momento, todos, crédulos o no, aquiescentes o pesimistas, los del yo ya lo dije o a mí me la sudas, establecieron la hermandad del “hay que cargarse a este capullo”.

Día tras día se empeñó en mostrar la ruindad y miseria que acompañaba a su persona. Pero lo peor de todo es que, en un principio, esto pareció encantar a los de arriba ya que habían generado el efecto que buscaban, y que no era otro que hacer temblar los cimientos en los que se sustentaba lo que consideraban un fracaso. Querían que no se perdiera el espíritu de efervescencia y creatividad que siempre les había caracterizado y que ahora erraba perdido.

Ese no era el problema. Hacía mucho tiempo que había dejado de ser el verdadero problema. Y la solución no parecía estar en la incorporación de un elemento perturbador del estado del malestar y anticreatividad, que se había instalado oxidando relaciones e impidiendo que “el espíritu”, como solían definirlo, volviera a fructificar tras los extraordinarios éxitos del pasado.

El efecto que causó su entrada había provocado justo lo contrario. Los escasos y débiles enlaces que aún mantenía cohesionado a ese equipo ganador se habían vuelto cada vez más frágiles. Tanto que las rupturas que se empezaron a producir pesajiaban el hundimiento definitivo.

Cuando les comentaban “pero con lo que vosotros habéis sido…”, gesticulaban encogiéndose de hombros y señalaban con su dedo, apenas extensionado de la mano, hacia el lugar en el debía estar la persona que estaba consiguiendo desmotivarlos tanto. Tanto que sólo deseaban que se acabase todo, que finalmente se hundiese y que no hubiera manera de sacar adelante y reflotar su proyecto. Y sólo eran capaces de articular “maldita sea”.

Pasados los primeros meses, y cuando ya se habían acostumbrado al nuevo escenario, hay que ver qué fácil es adaptarse a los entornos agresivos cuando se cree que esto va de supervivencia, apareció la segunda de las virtudes que el nuevo procesaba: “la arrogancia”.

Ya ni se preocupaba en ocultarlo, sencillamente les dijo que no servían para nada y puesto que era así, no perdería el tiempo en escucharlos. O hacían lo que él decía o ya sabían qué es lo que les esperaba. Tal era la situación de abatimiento que ni fueron capaces de sacar fuerzas para quejarse. Queja del todo infundamentada ya que ellos mismos empezaron a creerse los verdaderos culpables de la situación y que la venida de tan detestable ser, sólo había servido para ponerla de manifiesto.

El día que les dijo “esto se va a acabar y menos mal que yo estoy aquí”, casi se llegó a producir un primer intento de motín, pero la naturaleza de sumisión que había sido capaz de sembrar de forma individual, acabó impregnando a todos y acabó aflorando como un mandamiento grabado en lo más interno, en las uniones sinápticas del cerebro profundo.

Alguna preguntó “cómo hemos podido dejar que esto pase”, pero nadie respondió, porque todos sabían por qué había pasado, porque todos ellos habían querido que así fuese. Y era justo cuando este sentimiento de duda afloraba, cuando él ya se sabía ganador, consiguiendo lo que pretendía que todos asumieran, el sentido de culpabilidad. Logrado esto era tan fácil que acabaran sin cuestionarse nada que hasta dudaban de que realmente fuera eso lo que en realidad pensaban.

Una vez anulado el grupo empezó a fundamentar su filosofía de trabajo.  Elevó a los altares su actitud pusilánime hacia todos los demás haciéndoles temerosos de sus actos. Construyó una barrera psicológica impenetrable basada en la autocomplacencia que se sustentaba en el que nunca se equivocaba o en no asumir ningún error, ya que él jamás los cometía. Esta tortura hacía que creciera en el grupo, ya casi inexistente, la imposibilidad de enfrentarse, no sólo a dificultades complejas, sino a cualquiera por mundana que fuese. Y para abochornarlos aún más y ahondar en el ninguneo, dejó de llamarlos por sus nombres.

Al sentir que lo tenía todo bajo control, dejó entrever que era sensible al halago fácil y esto hizo que, durante un tiempo mejorara la situación al sentirse arropado por algún componente del equipo. Uno iluso y desorientado que confundió palabras impostadas con un atisbo de cambio o reconsideración. Así que al evadirse el espejismo y volver a la realidad, la situación hizo que se acentuara su falsedad y que emergiera una animadversión animal que aumentaba hasta extremos imposibles su total falta de empatía.

Esta carencia emocional generó un estado de ansiedad severo. Empezó a ver fantasmas y llegó a la conclusión de que esta gentuza no se merecía nada, ni siquiera se lo merecían a él. Este razonamiento se basó, simple y llanamente, en el hecho de que le cuestionaran sus aciertos. Él, que nunca se equivocaba.

Y así continuó hasta el día que decidió dejar de escuchar y se presentó en la reunión con lo único que lo sustentaba, su mediocridad, y apoyándose en una sentencia lapidaria en forma de intención premonitoria dictó: “Como no servís para nada tendré que hacerlo yo todo y sólo”.

Al grito de “serás cabrón” que atronador y gutural y acompañado de profusión salival se dejó sentir en la quietud de la sala de reuniones, le siguió un sosegado acto de justicia poética, “Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir. Estás despedido”.

 

 

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