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Ilustración: Ergo Susón Aguilera |
La tensión se palpaba en el ambiente.
Nos encontrábamos cerca del colapso físico y emocional. Los nervios nos
llevaban a equivocarnos una vez sí y otra también. La confianza daba asco por
lo baja que estaba. No teníamos salvación.
Si las plagas bíblicas tuvieran su
referente en la acuicultura, seguro que nos encontrábamos
inmersos en pleno despliegue de la mala baba de un dios enojado y furibundo,
creador del cielo y la tierra, tal vez, pero que había decidido abandonar la
mar y a todas sus criaturas. No podía explicarse de otra manera que
estuviéramos sufriendo sistemáticamente tantas desgracias en tan poco tiempo.
Un insulso parásito intracelular estaba
diezmando los juveniles de rodaballo, una estúpida bacteria aniquilaba las
larvas de dorada y un desgraciado virus se encargaba de las lubinas. Mirásemos
donde mirásemos todo era desgracia y devastación. Un puto caos.
Nada de lo que se había hecho, o dejado
de hacer, justificaba el encontrarse en una situación semejante.
Tres meses atrás, tras finalizar una
temporada de producción extraordinaria que había superado las mejores
expectativas, habíamos decidido abordar una renovación total y profunda de las
instalaciones. No sólo una buena limpieza y desinfección, también obras que nos
iban a permitir gestionar mejor y de forma más sencilla la cadena productiva.
Empezamos por una completa remodelación
de los tanques de reproductores que contemplaba un nuevo sistema de recirculación,
mejores aislamientos y una mano de pintura epoxídica y antifúngica en paredes y
suelos. Puertas de doble entrada para evitar estrés. Una nueva iluminación
inteligente y adaptativa que junto con una cámara de infrarrojos nos iba a
posibilitar medir el comportamiento y detectar las puestas al momento. Sensores
y alarmas de última generación completaban una obra de arte que emulaba a la
Capilla Sixtina de la reproducción acuícola.
Aprovechamos la parada para revisar las
bombas principales y desinfectar los mil quinientos metros de tubería que
conectaba la sala de bombas con el depósito general. Un doble sistema de control
de presión y llenado, permitía ajustar la cantidad de agua necesaria en cada
momento minimizando el gasto y evitando que se produjeran desajustes en el
bombeo. Como si un ligero brazo de mar primigenio entrase suavemente en nuestra
instalación mecido por suaves olas.
Se desmontó toda la sala de larvas
pieza a pieza. Tubos de entrada, de salida, torres degasificadoras, tubos de
oxígeno y aire, piezas cerámicas y utensilios. Todas y cada una de estas piezas
pasaron cuarenta y ocho horas en una emulsión de peróxido de hidrógeno con un
ligero enriquecimiento metálico. Se limpiaron suelos y paredes, rincones
escondidos y techos. Llegamos a zonas que ni sabíamos que existían y que
descubrimos con gran alborozo en ocasiones y con gran pesar en la mayoría de
las veces. Afortunadamente no apareció ningún cadáver y eso que hubo momentos
de gravedad y tensión.
Procedimos con la instalación de un
nuevo sistema de lámparas ultravioletas de nueva generación capaz de trabajar
con agua turbia y agitada. Nos aseguraban que era capaz de matar a un muerto
(esta estupidez no se la tuvimos en cuenta al comercial aunque sí que puso de
manifiesto que tal vez la profesionalidad y la eficiencia no van de la mano).
Instalamos a la salida un nuevo equipo fraccionador de espuma y un gran
colector que eliminaba cualquier componente orgánico de más de tres moléculas.
Colocamos nano células solares ricas en
compuestos siliconados que se activaban en presencia de desperfectos iniciando
una autoreparación rápida e inmediata de cualquier superficie impidiendo que se
instalasen bacterias y epizoontes indeseables.
Dotamos los suelos con sistemas de
liberación de agua rica en midiclorianos que al anochecer se activaban
permitiendo descargar una tremenda fuerza contra todos los insanos microbios
que habían conseguido resistir, los muy ruines. Un sistema de plasma acompañado
de rayos láser permitía detectar hasta una miserable bacteria escondida en un
recodo perdido y tras emitir una señal indicativa, realizaba un disparo de
protones para eliminarla.
Reforzamos los sistemas de seguridad
con dos drones ultrasilenciosos que conectados a un simulador posibilitaban una
visita virtual a las instalaciones. Los drones estaban dotados con sensores de
movimiento y disponían de un bláster recortado que se activaba con sólo fruncir
el ceño. Que ya estábamos hartos de robos y alimañas.
Adquirimos dos nuevos modelos de
edición genómica portátil, del tamaño de un Smartphone que, partiendo de una
muestra microscópica, posibilitaba modificar genes y transformar cualquier
microbio cabrón en un producto homeopático.
El nuevo sistema de alimentación,
previamente validado en la cabaña lechera de la zona, detectaba uno a uno los cincuenta
millones de peces que nadaban en la instalación y, con independencia de su
tamaño, los atraía mediante la emisión de luz fishícola.
Este haz mágico conseguía que se
ordenaran uno tras otro, de manera que al estar dispuestos en una cola perfecta,
administraba exactamente la cantidad de alimento que requerían haciendo uso de
protuberancias dactiloides conectadas a microinyectores. Contaba a su vez con
un dispositivo que colocaba un chip neuromórfico así como el número de lote
seguido de su ordinal a cada uno de los peces.
La mecatrónica nos posibilitaba hacer
maravillas. No había que cribar a los peces, ni utilizar sistemas de bombeo
para trasladarlos de un sitio a otro, ni tan siquiera para cargarlos al camión.
El software inteligente que controlaba los elementos mecánicos de todos los
componentes activaba el chip neuromórfico haciendo que cada pez fuera al sitio
prefijado del tanque y que, caso de ser necesario, esperase pacientemente a que
el robot operario introdujera la tubería que lo llevaría a su lugar correspondiente.
Eso sí, siempre y cuando hubiera pasado
previamente por el analizador de imágenes moleculares y se hubiera emitido el
correspondiente informe de interacción genómica que iba a determinar su proceso
biológico. Es decir si finalmente iba a quedar mejor a la plancha, al horno o
tal vez a la sal. Y si le quedaría mejor un acompañamiento de salsa menier o
una marinera.
–¡Eh! ¿Estas
dormido? Parece que sueñas. Límpiate la babilla que te cae de las comisuras,
escucha…
Cogitus interruptus.
–…que hay que dejar
todo lo que estamos haciendo, que vamos tarde, que ya hay pedidos para dentro
de tres meses y que no llegamos. ¿Qué no hay puestas? Sin problema, nos traemos
huevos y larvas de dónde sea.
Pasados tres meses la tensión se
palpaba en el ambiente. Nos encontrábamos cerca del colapso físico y emocional.
Los nervios nos llevaban a equivocarnos una vez sí y otra también. La confianza
daba asco por lo baja que estaba. No teníamos salvación.