Las fuerzas aéreas

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Ilustración: «A Piece of Monster» Susón Aguilera 

Yannis Pratzis estaba desesperado. Los
malditos reproductores habían dejado de poner huevos. Ni un sólo puto huevo en
tres semanas. Los nervios empezaban a aflorar y la tensión se mascaba. De
seguir así el desastre estaría servido y el caos se apoderaría en breve del
equipo. Aparecería el jodido descontento y el desánimo vendría a los pocos
días. Alguien, algún cabrón desesperado, acabaría en el despacho del gerente
hablando de la torpeza de su Director de Producción, contándole lo inepto que
era y que con otro técnico estas cosas seguro que no habrían llegado a suceder.

Y el puto avión de los cojones que no paraba.

Estaban acostumbrados a las maniobras
militares. Ayudaba el hecho que la planta se encontrase en terreno propiedad de
la armada. Eso es algo que nunca llegó a explicarse ¿cómo era posible que el
gilipollas de Katriboutzadikis tuviese tanta mamo con los del gobierno para
conseguir lo que conseguía?

La instalación se encontraba en una zona
privilegiada con una calidad de agua excepcional y sin nadie que los molestases
en más de 50 millas a la redonda. Bueno, nadie, nadie… no es que fuese una expresión
adecuada. Los aviones despegaban a apenas 300 metros y pasaban tan cerca del
techo que hasta se movían los tejados. El reflejo de bajar la cabeza como si
fuesen a despeinarlos se había convertido en un desagradable hábito, casi un
tic irreprimible que se hacía de forma involuntaria. Por más que pasara varias
veces al día, jamás se acostumbraban. Pero lo peor era el tremendo ruido de los
motores a reacción en el momento de iniciar el despegue, cuando la potencia
suministrada al aparato para elevarse era máxima.

Putos nuevos aviones suministrados por la OTAN
para defender no sé qué coño de terreno de exclusión aérea.

Allí, que no había ni Dios y que la isla más
cercana se encontraba a casi… Ni se acordaba. Perdida en dirección sureste.
Allí, que lo más próximo al conflicto armado era cuando los pescadores locales
protestaban con cara de mala hostia ante las autoridades militares cada vez que
se iniciaban las maniobras y los echaban de la zona. Allí, dónde la llegada de
los transportistas, una vez cada quince días, era el acontecimiento más
importante. Allí, dónde de vez en cuando algunos de los militares de la
patrulla de guardia se colaban en la planta para ver a los peces y preguntar si
podían darles de comer. Allí, en aquel puto sitio.

Allí llevaban 5 años y nunca había pasado nada
similar. En realidad nunca había  pasado
nada.

Que ni él ni su equipo eran un ejemplo de
organización era algo que se evidenciaba en cada detalle de la instalación. Vamos
que la palabra desorden era la más amable que podría decirse y que si hubiera
que utilizar un eufemismo adecuado pero nada exagerado “que era un puto caos”. Esta
era la expresión más habitual que Yannis usaba cada mañana, tanto que nadie
hacia caso.

Buenos
días. Joder que puto caos. Siempre igual. ¡Coño! Algún día habrá que hacer
algo. Cojones. Ya veréis como…Venga, al menos ordenar un poco ese almacén,
cagondiós. Esa artemia, sácala de ahí, no ves que le está cayendo agua encima.
¿Cómo? ¿Qué no es agua? No me jodas
Kostas.

No es que Yannis fuese un maleducado y que
careciese de la más elemental cortesía, al contrario tenía un postgrado en
acuicultura y había completado dos másteres uno en gestión empresarial y otro
en recursos humanos. Se le consideraba como uno de los mejores técnicos de su
promoción. Cuatro años atrás, cuando el cabrón de Katriboutzadikis lo contrató,
ofuscándole con un sueldo de mareo, era una de las mejores promesas de todo el
Mediterráneo. Ganaba mucho dinero, cierto, pero no lo disfrutaba en absoluto. Tras
todo ese tiempo en una parcela en mitad de la nada, con la pandilla de
descerebrados, que según él, tenía y con los aviones sobrevolando día y noche,
no había lugar para mariconadas, tal y como le gustaba decir. Ya habría ocasión
para los placeres de la vida. Vida a la que él había renunciado.

Pero las cosas funcionaban relativamente bien.
La producción había salido casi sin esfuerzo en los últimos cuatro años y como
todo era tan fácil y placentero, para qué hacer más. Que las cosas (porque
efectivamente ya eran más cosas que instalaciones) se habían ido deteriorando
(se rió, estaban de puta pena) era evidente. Tampoco le extrañaba a nadie porque
el efecto de la alta salinidad acompañado de la intemperie por no poder
construir nada sólido en los terrenos propiedad del ejército, junto con la
prohibición de colocar algo que pudiera distraer a los pilotos o que sirviese
como indicativo a un posible ataque enemigo, impedían acometer mejoras.

Mejoras, ah. Una palabra que ya habían
olvidado desde el día siguiente a la inauguración. Lo recordaba bien,  Katriboutzadikis (la única vez que había
ido), el General responsable de la base y el cura ortodoxo que no tenía nada de
esto último.  Nadie más. Sólo el equipo
de producción. Quince almas perdidas.

Les dijeron, ahí lo tenéis, queremos que
saquéis 10 millones de alevines todos los años. Dijeron que sí, que vale. Y la
verdad es que los produjeron sin problemas. No tenían nada más que hacer.

Con aviones y sin aviones, con más o menos
ruido, con más o menos maniobras militares, con más o menos soldados de guardia
y con más que menos decrepitud en las instalaciones. Instalaciones que  en este quinto año empezaban a caerse a
pedazos.

Pero qué más necesitan los peces para ser
felices que una puta excelente agua de pozo natural a apenas 10 metros de la
costa. Agua que manaba de un pozo perforado por la acción erosiva de ese mar
maravilloso durante siglos y que se hundía en una falla efecto de una zona de
acción geotérmica que hacía que la temperatura del agua estuviera constante en
los 20ºC. Por más estudios que habían hecho y se hicieron muchos, el agua
presentaba un equilibrio maravilloso de micronutrientes en un caldo donde hasta
las bacterias que aparecían eran buenas, tanto que equilibraban de forma
excepcional las condiciones del cultivo. A todas estas condiciones simpares le
acompañaba un fenómeno natural que maravillaba a todo el que lo veía.

Una entrada natural al pozo, en forma de
oquedad perpendicular, generaba un efecto venturi que aspiraba sin parar una
cantidad ingente de aire que se mezclaba de forma inexplicable, posibilitando
la oxigenación y consiguiendo niveles de saturación que ni el más sofisticado
de los equipos de inyección de oxígeno proporcionaban. Tal era la eficiencia
que tenía que estar controlando porque era habitual que el oxígeno suministrado
fuese en exceso, jamás en defecto. Pero bastaba con abrir más o menos la llave
de seguridad para evitar ningún desastre.

Era una ubicación única en el mundo. Era el
paraíso del acuicultor. Era el lugar elegido de los dioses. Era el lugar en el
que en Katriboutzadikis se había fijado y que seguramente había conseguido
pelándose el culo en los diferentes ministerios. Puto Katriboutzadikis, jodido
genio.

Se estaba forrando seguro.

Yannis no había conocido instalación que con
menos inversión y esfuerzo consiguiese unos resultados tan espectaculares. Era
como tener un puto mar inmaculado a tu disposición sin ningún depredador ni
contaminante.

Era tan rica que el fitoplancton crecía solo.
Era tan rico que echando un par de rotíferos en uno de los tanques a los pocos
días tenían un superbloom de calidad sin igual, era tan rico que…

Putos reproductores. Por qué coño ahora les
había dado por parar de poner. Si estaban de cojones. Si tenían un agua tan
buena que tan sólo con beberla engordaban. Si es que era tan buena que hasta
era capaz de reducir las heces. Si es que…

Putos aviones otra vez.

Yannis hizo el gesto habitual de agachar la
cabeza y casi se da con el muro del tanque de los reproductores, casi de deja
un par de dientes. De hecho se sorprendió ya que ni sabía que esos tanques
fuesen de obra civil, se sorprendió tanto porque era la primera vez que iba a
esa zona en los cinco años que estaba en la instalación.

Y se sorprendió, sobre todo, por el desastre
con el que se topó. Allí donde una vez hubo paredes ahora sólo quedaban unos
ladrillos, allí donde hubo una estructura sólida ahora salían chorros de agua
que se iban tapando con una brea que probablemente fuese desecho de alguna
aplicación de la base. Allí donde una vez hubo un techado de plástico, con
malla anti pájaros y reforzada para evitar la terrible insolación, ahora había
cuatro alambres herrumbrosos en los que se veía una procesión de tétanos.

Pero sobre todo allí donde había unos
reproductores lustrosos, magníficos, con una coloración y aspecto que habría
hecho las delicias de cualquier centro de mejora genética y que eran la envidia
de todos los técnicos que los visitaban, se encontró con unos peces ennegrecidos,
nerviosos, tremendamente estresados y con heridas en cola y lomo.

El puto avión de nuevo. Les pasó rozando, se
movieron hasta los alambre oxidados, de nuevo el acto reflejo de bajar la
cabeza y pudo ver la larga sombra de la aeronave proyectada atravesando el
tanque. Los peces salieron disparados hacia todos los lados, huyendo de ese
espectro tenebroso. Chocaron unos contra otros, chocaron contra las paredes,
hasta saltaron fuera del agua y se golpearon con los alambres. Uno volvió a
entrar en el agua con un hilillo de sangre que manaba de su aleta dorsal.

Pasaron unos segundos, pasaron unos minutos y
los peces seguían en la parte más profunda del tanque apretujados unos contra
otros. Inmóviles pero respirando profusamente y con cierta aceleración. Los
arcos branquiales se desplegaban como si estuviesen a punto de exhalar su
último aliento.

Yannis, no se lo pensó dos veces. Llamó a
gritos a los de su equipo que remoloneaban alrededor de la planta. Vinieron,
esa vez sí, como si el diablo les persiguiese. Yannis les indicó que fuesen a
buscar los toldos de camuflaje que tenían los de la nave para tapar a los
aviones en caso de emergencia, les decían. ¿Qué más emergencia que esa?

Rápidamente habilitaron una estructura en
forma de haima y desplazaron con cuidado el toldo por encima de este tanque y
de los cuatro que más allá había. Estaban desentrenados, llevaban mucho tiempo
sin hacer nada de provecho, pero donde hubo quedó y Kostas, al mando de la
panda de desarrapados, hizo un trabajo digno de la mejor brigada de zapadores
de cualquier ejército.

Pasaron un par de horas y los peces fueron
volviendo poco a poco a la normalidad. Empezaron a desplegarse por todo el
tanque y la natación se volvió circular y animada.

Pasó otro puto avión. Se movió el todo. Los
peces ni se inmutaron. La sobra espectral no atravesó el toldo y no hubo
histeria ni estrés.

Pasó una semana y los peces empezaron a comer
con normalidad. Más bien con ansia. En unos días habían recuperado su aspecto
lustroso. Pasó otra semana y aparecieron de nuevo los primeros huevos.
Cristalinos, brillantes, perfectamente fecundados.

Y los putos aviones seguían pasando.

Ese día por la mañana, Yannis no hablo de
caos, dijo:

Chicos,
hoy  nos metemos con el almacén, mañana…

El equipo se levantó de un brinco y sonrieron al
unísono. Por fin actividad de la buena.

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