Khan Grenna

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Cuando a Hugo Pratt le dio por inventarse a su personaje de “Corto Maltés” y decidió darle esa imagen de pirata perfecto fue debido a que no conocía a Khan Grenna. Maltés de Għarb, localidad situada en la parte norte de la isla pequeña, la de Gozo. Un alma perdida de las pocas más de mil quinientas con la que cuenta este pequeño pueblo, del que se dice que sólo tiene una vista, eso sí la mejor de toda Malta y cómo no al mar, como faro que indica el final del estrecho de Sicilia.

Allí se crío este maltés enjuto y de piel curtida como cuero envejecido que ha soportado infinidad de usos a la intemperie. Aunque apenas si levantaba más de metro sesenta y a duras penas llegaba a los cincuenta kilos de peso, lo compensaba sobradamente con una estructura musculosa y fibrosa que le hacía parecer un supervillano de las historias de Marvel.

Sin duda alguna eso es lo que más hubiera deseado su padre, George Grenna, quien le puso el nombre de Khan por la pasión que sentía por el supe humano de las guerras eugénicas de Star Trek que llegó a tener el control y dominio de más de un cuarto de la Tierra. Su hijo estaba destinado a eso y a mucho más, aunque era evidente que no había heredado el físico y la apostura de Ricardo Montalbán, actor que dio vida al personaje creado por ingeniería genética y que hacía de Khan en la gran pantalla.

El pequeño Grenna, ya con la misma altura y peso de la vida adulta, empezó como ayudante de marinería en un barco mercante. Este buque era conocido más por sus artes lindantes en la ilegalidad que por la verdadera adscripción administrativa que le vinculaba al transporte de mercancías y que se hizo famoso en todo el Mediterráneo sur por sus trapicheos. Allí se codeó y creció, en edad, junto a lo más granado de la marinería maltesa y que si no acabó siendo un pirata cabal no fue por su apariencia, aretes en las dos orejas y tatuajes en brazos y antebrazos, sino porque en el fondo era un buen hombre y ya se sabe que esto no liga con la imagen que de un pirata se espera. Sea como fuere, el caso es que de esa experiencia salió como Capitán de la Marina Mercante y Experto en Seguridad Marítima.

Esta titulación y su dilatada experiencia fue lo que hizo que fuese contratado por el MOMA (Maltesse Organisation Marine Aquaculture), no como artista invitado sino como jefe de embarcaciones y de seguridad marinera del grupo de empresas acuícolas del conglomerado formado por el Gobierno y varios empresarios. Disponía de la sede central en La Valeta y quince granjas piscícolas ubicadas a lo largo de las dos islas. Este era el territorio de Grenna.

Había conseguido una posición de privilegio en la compañía y de un gran respeto entre sus compañeros y subordinados. Apenas si hablaba, bueno en realidad no lo necesitaba ya que bastaba con su mirada y su gesto para el todo el mundo lo entendieran e hicieran caso inmediatamente. Por ese motivo no dijo nada, ni un palabra, cuando le pidieron (nunca de ordenaban) que, por favor, permitiese que un técnico recién llegado de España con los peces que se iban a engordar en la instalación del sur de la isla de Gozo, le acompañase en su visita diaria a las jaulas y pudiera ver de cerca a los alevines. Ese técnico era yo. Asintió, al parecer de mala gana, y con un gesto dio a entender que me recogería a las siete de la mañana del día siguiente en el puerto. Miré al mar, una superficie perturbada y amenazante con olas de más de cuatro metros, vamos una marejada de cojones, y le pregunté si en esas condiciones… Me miró. No hizo falta que dijese nada, la mala mar era su hábitat natural, la barcaza su casa y yo, un estorbo preguntón.

A las siete en punto, lloviznando y con viento racheado de fuerza siete, porque me lo dijo que a mí me parecía un huracán, salimos con Khan Grenna agarrado fuertemente al timón. Apenas le sobresalía la cabeza. ¡Qué dominio! ¡Qué manera de sortear las olas! Como quien surfea en mitad de una playa californiana.

Aunque no me consideraba un primerizo, debo decir que estaba acojonado y, por supuesto, atado con un ballestrinque, hecho por mí y del que me sentía muy orgulloso, al guardamancebo sin atreverme a soltar ni una mano. Me dolían de lo fuerte que las apretaba, pero más de dolía mirar a Grenna y ver como con una mano fumaba, con la otra bebía café de un termo y de vez en cuando tocaba el timón para ajustar el rumbo. Con un ligero arqueo de la ceja derecha bastaba para que los tres operarios que nos acompañaban se auparan de la protección de babor en la que se habían metido para evitar las mojaduras. Un arqueo de la otra y la actividad era inmediata. Se veía, con claridad, que Grenna hacía lo imposible para que sus muchachos estuviesen a buen recaudo y secos, evitando virar en exceso hacia su lado, facilitando sus maniobras y ayudando en la reducción de los impactos contra las olas. No así conmigo. No podía ni moverme y si lo hubiese intentado es posible que fuese para vomitar lo poco de bilis que debía quedarme.

Grenna me miró de soslayo y forzó una mueca de esas que viene a decir ¡Te vas a enterar, pringado! Se escoró con fuerza hacia estribor adrizando el barco y buscando la cabeza de la ola gigantesca que amenazante se dirigía hacia no sé dónde pero que Grenna interpretó como suya. Un nuevo giro brusco, golpetazo sobre el costado del barco que recibí de lleno dejándome medio cao.

Me incorporé como pude, solté una de mis manos agarrotadas para limpiar mi cara del agua y de las babas que me caían, miré a Grenna y le dije: ¡Vas a ver tú, cabrón!

Y vaya que si lo vio. Con toda la mala leche que podía caberle en un cuerpo tan pequeño giró contra la nueva ola que justo rompía en ese momento y lanzó a la barca en un salto de más de cuatro metros.

Los operarios, que ya eran conocedores del juego habitual al que sometía a los no deseados en el santuario de su barca, se habían agarrado justo a tiempo y soportaron, como pudieron, el terrible impacto que se produjo al caer la barca sobre el agua. Yo reboté contra el casco y de inmediato, como si de un cuerpo ingrávido se tratase, recuperé los cuatro metros perdidos para caer de nuevo, con el efecto de un cuerpo de sesenta y cinco kilos con diez extra de equipaje, a plomo sobre la embarcación. Con cierta fortuna ya que un “big-bag” de pienso amortiguó parte del golpe. Grité de dolor y rabia y me salió del alma un ¡serás hijoputa!

Era evidente que Grenna había calculado a la perfección el resultado del impacto para que mi caída fuese sobre los sacos y no sobre la bancada. ¡Qué buena persona! No quería que me dañase. Dolorido y con una mano en el costado me incorporé como pude y giré mi cara hacia los operarios como pidiendo explicaciones y hacia Grenna con un odio transformado en una mirada llena de sapos y serpientes (como las de los bocadillos de los cómics) y a pleno pulmón vacío, ya que todavía no había recuperado por completo el aire, le espeté ¡Pero, tú, de qué vas, mediomierda!

Iba de duro y vaya que si lo iba. Acercó con un gesto cargado de tensión la mano a la reductora y pegó una frenada en seco. No sé si esto es lo más adecuado en un entorno acuoso, como es la mitad del mar, pero así lo percibí. No lo esperaba y me proyecté hacia delante sobre la grúa que había en mitad de la barcaza para mover los sacos del pienso y realizar las pescas. El chaleco salvavidas completó su función, no expresa de un entorno seco, y aunque fuera del agua me protegió de lo que iba a ser una hostia de muy señor mío.

Ahora sí que me había cabreado el puto pirata de los cojones. Estaba hecho un ovillo en la entrebancada y la grúa. Me agarré a un chicote que a modo de relinga colgaba y, con fuerzas hercúleas, amollé con ganas para incorporarme. Nuevamente la mala fortuna que me rondaba se alió contra mí. El cabo estaba suelto, quedé en el vacío del estirar tontuno, de ese que no te lleva a ningún sitio, resbalé y caí a lo largo sobre las cajas de porexpan preparadas para el pescado. Rompí cuatro o cinco. Eran relativamente blandas y eso ayudó a que no pasase nada. Todos me miraron. Nadie hizo ni dijo nada. Estaban entrenados para acatar los gestos de Grenna y este no había movido ni un músculo. Excepto, tal vez, alguno de los diecisiete que usamos para sonreír.

Me hice con un palo acabado en gancho de la arboladura del barco y me apoyé sobre él para levantarme. Armado di un paso al frente con la santa intención de partirle la crisma al mono que estaba al timón y al resto de sus secuaces por colaboradores y mequetrefes. No acabé el paso cuando metió avante con toda la potencia y la barcaza reanudó la marcha como si fuese un animal salvaje huyendo en estampida. Yo también. Esta vez la mala se hizo buena y la despiadada fortuna quiso que cayese de nuevo sobre las pocas cajas de porexpan que quedaban enteras. Caí de culo y quedé con las manos al aire, un pie metido en uno de los imbornales y la cabeza cerca del beque. Deplorable.

A estas alturas el dolor que padecía era más debido a la humillación que consecuencia física de los golpes y la rabia acumulada era tanta que sólo podía concentrar mi vista en un machete de grandes dimensiones que estaba al alcance de mi mano en los pañoles. Alargué mi mano con la intención de acabar de una vez por todas con el sufrimiento. Sufrimiento y dolor era lo que le esperaba a Khan Grenna.

En ese momento Grenna habló. “Está verde, pero es duro. No vale para el mar. En tierra sí. ¿Unas cervezas?”

Habíamos llegado a las jaulas. Empezaba a salir el sol y el mar acababa de calmarse de forma inexplicable. Amainó el viento haciendo que las olas manseasen y atracamos cerca de la barandilla de la jaula. Grenna me lanzó una cerveza. Como tenía una mano en dirección al machete no me dio tiempo de frenar la cerveza con la otra y me impactó en la cara. Quedé momentáneamente descolocado. Frenéticamente los operarios empezaron con la labor. Amarraron las estachas a uno de los cabrestantes que había sobre la jaula mayor y armaron el chigre. Arrancharon de inmediato el desastre que yo había causado con mis caídas y empezaron a trajinar con los sacos de pienso. De inmediato ya estaban alimentando y los peces saltaban con fruición devorando frenéticamente los gránulos formando una almárziga espumosa.

Grenna se me acercó y yo me tapé la cara en un acto reflejo de defensa. Cogió la cerveza del suelo y me dijo. “Toma. Me gustan tus peces”.

Nunca antes había hablado dos veces en un mismo día y mucho menos a un invitado tocapelotas.

En el fondo era un cabrón buena persona.

 

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