La conquista del espacio

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El 25 de septiembre de 1.979 se estrenaba en España Alien: el octavo pasajero. H.R. Giger consiguió crear una criatura que ha permanecido en la memoria de muchos de nosotros en la forma de alguna que otra pesadilla que se veía reforzada ante un simple mal de vientre y, por qué no decirlo, generando una cierta envidia erótica hacia el bicho.

Por aquel entonces J. Ripley era un crio de un diminuto pueblo belga que se hizo pis en los pantalones al ver la escena en la que Alien se pone a pocos centímetros de la cara de Sigourney Weawer cayéndole la baba y haciéndonos temer a todos que le quedaba un suspiro de vida.

Veinte años después era uno de los ingenieros estrella de la empresa ANWU (Aquaculture Not Well Understood). ANWU había adquirido un cierto prestigio en el diseño de soluciones innovadoras en el ámbito acuícola.

Ripley llegó un 25 de septiembre a nuestra planta. Contaba con 30 años y todavía era posible percibir la tremenda herida que había dejado en su subconsciente la película de Ridley Scott, sobre todo porque traía puesta una camiseta negra con la cara del monstruo en verde fosforito con el nombre de la película debajo.

Venía acompañado de dos cajas voluminosas y un objetivo claro, hacer realidad sus sueños de adolescente que no eran otros que transmutarse en ese Alien que tanto le obsesionaba. Sólo que en esta ocasión los había transformado en un alimentador para larvas de peces marinos.

No disponía de excesiva capacidad comunicadora (tal cual le pasaba a la criatura de Scott) y se complicaba porque su inglés, que venía mezclado con un acento gutural fuertemente aflamencado como consecuencia del origen materno, Kortrijk concretamente, se unía a las carencias de nuestra capacidad comprensora debido a un oído al que podríamos considerar como torpe, sin que en este caso la componente materna tuviera culpa alguna. Cosas de la educación y del mucho daño que hizo el modelo que sufrimos en nuestra tierna infancia, esto es, la falta de modelo educativo y una EGB que ya quisiera el KGB.

Por lo que al sacar de la primera de las cajas una especie de monstruo de doce brazos que unido a una estructura central de acero inoxidable se conectaba a lo que parecía ser un tipo de llave que disponía de varias salidas, por un lado, un tubo de PVC con cuatro patas circulares y por otro algo así como una chimenea o tubo hueco un tanto amorfo… Nos lo quedamos mirando. Fijamente.  Un tanto desconcertados.

Y seguimos mirándolo. Fijamente y con cara de medio asco mientras intentaba desentrañar una maraña de cables y tuberías que supusimos deberían conectarse a cada uno de los doce brazos. Queríamos ayudarle, pero el artilugio daba miedo. Con su dedo nos señalaba insistentemente a la segunda caja. Nos entró todavía más miedo. Visto lo que salió dela primera ¿qué se podría esperar de la segunda?

Ante nuestra pasividad, diríase que algo maldiciente salía de esa boca suya de guturalidad incomprensible, dejó lo que tenía entre manos y se dirigió a la segunda caja. Dimos un paso atrás. Empezó a abrirla y de inmediato levantamos las manos haciendo muestras de protegernos la cara. Se sorprendió al vernos. Dijo algo ininteligible. Empezamos a mosquearnos. Dentro había cuatro cubos normales. Respiramos.

Señalando con su dedo dio claras muestras que quería que cada uno de nosotros cogiésemos una de las cuatro patas circulares con el objetivo, entendimos, de colocarla sobre la superficie del tanque de cultivo larvario. Un señor tanque de cinco metros de diámetro que levantaba más de metro y medio del suelo. No, no era una maniobra sencilla. Al preguntarle, encogiendo el cuello sobre nuestros hombros, que qué quería. Nos dijo, cerrando su mano sobre la pared superior del tanque, que quería que lo enganchásemos con la pestaña que había al final de cada una de las patas. Una suerte de grapa metálica con dos tornillos de palometa. Al hacer la señal de que había que girar las palometas para apretar, le miramos con cara de sobrados y le dijimos, echando a volar los dedos al aire, que qué se creía él, chulo de mierda. Correspondiendo como se debía.

Afortunadamente este segundo gesto no fue entendido y continuamos siendo amigos y colaboradores.

Una vez las cuatro patas estaban fuertemente ancladas al perímetro del tanque y milagrosamente firmes nos dijo, haciendo un gesto que primero entendimos mal al equivocarse de dedo al señalar y que de inmediato corrigió al ver la cara de unos de nuestros colegas babeando a escasos centímetros de la suya a imitación de la tan renombrada escena, que
debíamos poner el trozo de tubería que creímos era una chimenea, pero que no lo era, hacia arriba y que debía salir exactamente del centro de la estructura de acero inoxidable. Lo entendimos a la primera aunque la forma en la que se contorsionaba para explicarlo parecía responder más a una danza de incitación a la procreación entre simios que a un intento que comunicación entre humanos. Procedimos, no sin antes colocar un tablón de obra de seis metros de largo y casi setenta kilos de peso sobre la superficie del tanque para podernos mover con cierta
solvencia.

Ah, el tanque estaba lleno de agua y contaba con algo más de medio millón de larvas de peces. Por los peces no nos preocupamos mucho, la verdad, pero por el chapuzón sí. Después de hacerle entender, que hay que ver lo complicado que es esto de los idiomas, que caernos al agua no es que nos hiciera excesiva gracia, su respuesta fue algo así como
nuestro tan socorrido, iros a tomar por el culo. Resultaba evidente por los
gestos de su mano con el dedo adecuado, ahora sí y con claridad, lo que antes fue malentendido.

Sin saber muy bien cómo el anillo central quedó conformado y una de las tuberías de alimentación de agua de mar quedó conectada a una de las dos entradas que saliendo de la llave central componían
la suerte de chimenea. ¿La otra? Le preguntamos señalando a su modo pero
alternando el índice con el dedo equivocado, es decir con el dedo medio, ese
que se conoce como cordial. Su respuesta, un tanto malcarada, fue la de que
debíamos empalmarla con uno de los cubos, el que tenía un agujero en el culo. Gestos obscenos añadidos.

Tanta connotación sexual empezaba a mosquearnos pero pro0cedimos tal y como nos había indicado. Desconfiados.

Lo que allí quedó montado sobre el tanque de larvas era digno de ver. Apenas se distinguía la superficie. Por donde entraba el agua era evidente, por donde debía salir todavía no. Claro, faltaba la suerte de tuberías menores que sustentadas por los cables debían unirse a los doce brazos principales.

Así que claramente malhumorados y dispuestos a machacar el cráneo de J. Ripley, no se merecía otra cosa, nos dirigimos hacia su persona con insinuaciones maledicentes que sin duda debió entender a la primera ya que alzando sus brazos dijo, ya está. Bueno no es que lo dijera, es que se apartó de golpe, como liberándose de una muerte segura por ahogamiento,
y señalando ostentosamente un saco de pienso nos hizo ver que había llegado la hora de probar el artilugio y dar de comer a las larvas. Parecía respirar alteradamente. Sudaba ligeramente. Algunas gotas de su sien parecían congelarse.

Total, que decidimos pactar una tregua, montar los brazos y esperar a ver qué nos deparaba. En el fondo muy hondo del lugar en la que se alojaba nuestra esperanza se guardaba el anhelo que las larvas comerían mejor, crecerían adecuadamente y que una magnífica calidad nos proporcionaría sustanciales beneficios. Y si esto sucediera posiblemente le dejaríamos marchar con todos sus atributos. Reforzamos nuestro alegato con ayuda de ese idioma universal que proporciona el acercar una tijera a los cojones.

Con un gesto anguilícola se escabulló de nosotros. Todavía no se sentía del todo a salvo. Cogió el segundo cubo, añadió el pienso y un poco de agua, hizo una suerte de pasta asquerosa, que nos dijimos que manera de tirar la comida, y se alzó sobre la tabla, vaya ahora sí que era
útil, para volcar el contenido sobre el cubo que estaba enganchado en la tubería-chimenea. Nos indicó, girando la mano, que abriéramos el grifo de alimentación del agua que estaba conectado al otro tubo chimenero y empezó a salir un churrete marrón oscuro por cada uno de los diversos tubos conectados a los doce brazos principales. La guarrería era total.

En apenas unos segundos la superficie del tanque quedó enfangada y en lugar de ver cómo las larvas se lanzaban a degustar el alimento vimos cómo huían despavoridas. A J. Ripley poco pareció importante este hecho y nos hizo un gesto magnificente, señalando toda la sala, que venía a decir que deberíamos continuar equipando el resto de tanques.

¡Teníamos setenta y cinco!

Hay que ver lo que corren los belgas. Seguro que desde bien pequeños los entrenan. Ah, y lo rápido que aprenden otros idiomas.

¡Noooo, los cojones noooo!

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