Crónicas mundanas de la COVID-19 (D24)

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Sobre las 10:30 aparto los ojos de la pantalla del ordenador, siempre que no esté en mitad de esta epidemia de reuniones on-line que nos asola, intentando imitar el comportamiento que solía mantener en mi centro de trabajo hace ya tres lejanísimas semanas. Por mantener la costumbre.

Día 24 de confinamiento Covid-19

Me preparo un café y salgo a la terraza para disfrutar de los diez minutos de sol que hoy nos regala esta esquiva naturaleza primaveral. El sol está muy caro últimamente.

Me asomo al exterior y veo la calle vacía, como cada día. Hoy hay algo anómalo, en mitad del desolado espacio aparece una gallina que se pasea ajena a todo. La sigo curioso con la mirada y veo que tiene un comportamiento repetitivo, como hacen normalmente las personas, perdón digo las gallinas. Entra y sale del espacio abierto que hay entre su corral y la calle peatonal de la misma manera que si estuviese totalmente enjaulada, cuando podría hacer lo que quisiera.

La finca que está al lado del edificio en el que habitamos tiene un gallinero. Ahora está en medio del pueblo, aunque oficialmente seamos una ciudad. Este gallinero se remonta a antes de que el fervor urbanístico cambiara para siempre la arquitectura comunal del barrio. Se ha quedado como una reliquia de lo que debió ser, años atrás, las afueras. Sigue teniendo esa asignación tanto en el ideario popular como en la nomenclatura oficial del callejero, es «L’horta vella».

El gallinero, en este caso el señor que las atiende, se suele dar una vuelta a diario para atender a sus animales. Deja salir a las gallinas para que campeen libres mientras limpia, recoge los huevos (varias docenas), prepara el alimento y disfruta de su compañía. De vez en cuando disfruta de algo más y alguna acaba consustanciando un caldo, guiso o similar. Pero es que da gusto verlas.

Creo que debe dedicar un tiempo moderadamente amplio a estas atenciones, haciendo de este hobby un buen negocio. Pero creo que en estos días extraños debe hacer lo justo e ir al grano. Que no es otra cosa que ponerles el grano necesario, limpiar y salir disparado de vuelta a casa. Sin olvidar la puesta.

Es posible que sea la razón por la que se ha quedado la pobre gallina fuera del acogedor gallinero. Seguramente ambos se despistaron y el resultado es esta anacrónica situación de querer estar dentro y no poder.

Me pareció que había algo de analogía en la situación en comparación a lo que nos está sucediendo estos días y decidí hacer una foto, así que fui a por la cámara para inmortalizarla. Encuadro, enfoco y justo cuando voy a disparar, la cámara, aparece de la nada un señor montado en una motocicleta como si fuera Mad Max escapando de los malos. Sólo que en lugar de armas rudas y desproporcionadas, era portador de una sofisticada barra de pan. La mascarilla bien podría ser de una de sus películas.

La gallina ha empezado a correr despavorida sintiéndose perseguida por algo que, seguro entendió, no era especialmente amigable, sobre todo porque se dirigía directamente a ella y emitía un ruido poco alentador. Me imagino que ha debido pensar que no estaba preparada para ser empanada. He disparado porque he visto en esta situación una gran ironía del destino.

La gallina está sana y salva, pero ya no se aventura a salir a mitad de la calle y ha perdido la repetitividad de sus acciones, se ha quedado confinada cerca de la puerta de entrada al gallinero, en un rinconcito, a la espera de que llegue su cuidador.

Durante un periodo de tiempo, el que he tardado en acabar el café, que ya se me había enfriado, me he sentido muy identificado con la gallina.

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